El
tacto con la piedra es frío. Siempre es frío. Da igual que sea verano, que
estés en la Plaza de los Fueros de Vitoria, un cinco de agosto a mediodía, con
treinta y seis grados a la sombra y una multitud mirándote desde las gradas:
cuando tocas la piedra, ese primer contacto siempre es frío.
Ésta,
en concreto, es la cúbica: un dado de cien kilos. Pesados cada vez que hay
competición en un peso oficial, por si las astillas que se le desprenden con
los golpes la hacen bajar de peso, en cuyo caso hay que desecharla. Tiene las
puntas bien afiladas, y las aristas de cada lateral están casi sin pulir; la
hemos tratado bien, pero ella no nos devuelve el favor tan fácil. Solo hay
oscuridad alrededor. Oigo mi respiración, fuerte. Siento el suelo frío bajo los
pies descalzos, sobre una goma que amortigua la caída de la piedra. Siempre
levanté descalzo: incluso después de que se me cayera encima del pie izquierdo
la cúbica de 113 kilos, un día que no anduve lo suficientemente rápido para
apartarme a tiempo. Me aplastó el dedo gordo de lleno, y la herida de la uña se
me infectó y se me pudrió. La uña me crecía hacia dentro, y tardó dos años en sanarse
del todo. Y aun así siempre levanté descalzo, para sentir bien el suelo bajo
mis pies, para sentir más estabilidad y, en mi mente, para creer que esos dos
centímetros que me daban las zapatillas eran dos centímetros menos que tenía
que subir la piedra.
El
ambiente huele a resina, que es lo que echamos a la piedra para que no resbale.
Mi entrenador me mira a una distancia de metro y medio, al lado del botaleku,
que es donde tiraré la piedra una vez la nivele sobre mi hombro derecho. Tiene el
dedo pulgar sobre el cronómetro, dispuesto a pulsarlo en el momento exacto en
el que yo toque la piedra por primera vez. Me mira tranquilo, dándome espacio,
sabiendo que en ese momento tengo que ponerme de acuerdo con mis demonios: los
mismos que me susurran al oído que esa piedra pesa demasiado, que hace daño,
que estoy cansado, fuera de forma. Que no lo conseguiré.
Expulso
aire haciendo mucho ruido. Doy dos pasos y me sitúo sobre la piedra. Inhalo. Me
agacho bruscamente. Agarro con ambas manos las esquinas superiores del dado,
oyendo de pasada como el míster pulsa el cronómetro y lo deja cerca, para mirar
el tiempo. Atraigo la piedra hacia mí, desnivelándola. Las esquinas de abajo
quedan a la vista. Agarro de abajo, con mis nudillos rozando el suelo, y tiro
de lumbar, sintiendo cada uno de los cien kilos en mis manos, en mis brazos y
en mi espalda. Subo el dado hasta los muslos, poniéndome en posición de
sentadilla y clavándome las puntas de la piedra en los dos cuádriceps. Al
principio dolía, pero enseguida haces callo. Por el familiar dolor en los
muslos sé que he colocado bien la piedra, justo donde debería estar. Dos puntas
se me clavan en los muslos y otras dos en el esternón, bajo el pecho. Cambio el
agarre. Ahora viene lo difícil.
Tiro
de la piedra hacia mi pecho al tiempo que meto un golpe de cadera, arqueando mi
espalda hacia atrás. Mi vista se clava en el techo de pintura blanquecina
descascarillada, sin verlo. Siento todo el peso de la piedra, dura e
inmisericorde como la madre que la parió, pasando por mi pecho, dejándome sin
aire. El golpe de cadera ha sido bueno: mantengo la espalda arqueada y vuelvo a
cambiar el agarre, a toda hostia, para colocar la piedra sobre mi hombro
derecho. Por el camino, siento que una de las esquinas me araña el cuello y
parte de la mejilla: eso va a dejar marca. Afeitarse, lo llama mi entrenador.
Afeitarse con la cúbica.
Por
fin, dejo de arquear la espalda, me pongo recto y siento que la piedra está
perfectamente nivelada en mi hombro, totalmente sujeta. Podría quedarme en esa posición
y no supondría gran esfuerzo: lo duro ya está hecho. En total habrán sido unos
cinco o seis segundos de alzada, aunque en mi cabeza ha sido más largo que un
viaje en Alsa de Irún a Cádiz. Pero no puedo quedarme a saborear el momento. Mi
entrenador ya tiene las manos alzadas, esperando a que, con un golpe de mi
hombro, lance la piedra al botaleku. No puedo esperar. El tiempo corre. El
botaleku hace un ruido seco y fortísimo cuando los cien kilos de piedra
impactan desde una altura de ciento ochenta centímetros. El coach maneja la
piedra con manos expertas: en menos de un segundo vuelve a estar entre mis
tobillos, sin que yo haya tenido que moverme un ápice. Lista para que vuelva a
alzarla de nuevo.
Todavía
quedan veintinueve alzadas por delante, en series de tres y con descansos de
ocho segundos. Mi cuerpo arde, sudando a chorro. Mis músculos me avisan de que
las agujetas y dolores de mañana van a ser de órdago. Mi piel se queja a cada
pasada de las aristas de la piedra. Mi mente me pide que pare de una puta vez.
Nunca
me he sentido mejor.
Hace
unos días, un amigo me preguntó si no tenía pensado volver a la piedra. “Sería
la hostia, me haría mucha ilusión”, me decía. Contesté con evasivas, sin decir
que no directamente. Ya han pasado exactamente seis años desde que levanté una
piedra por última vez. Seis años, y tal vez cada semana, si no cada día, he
recordado algo que tenga que ver con ella: alguna exhibición o campeonato, la
gente que conocí, los entrenamientos que me pegué. El tacto de la piedra, frío
y duro. Las heridas en el hombro, en el pecho y en los antebrazos. El tacto del
chaleco, o el ritual de ponerme la faja, prieta hasta tal punto que los primeros
minutos costaba respirar. Las palabras de mi entrenador, Jesús, hablándome
entre alzada y alzada, cuando el agotamiento es tan extremo que tu cabeza deja
de escuchar, de pensar en nada que no sea salir de allí. Esa voz tranquila,
hablando en euskera, serena pero inflexible, aconsejando, corrigiendo cada
alzada. “Arquéate más para atrás”, “las manos tienen que ser más rápidas”,
“coge aire, ¡más fuerte, que te oiga!”. Esa risa en tono quedo cuando acababa
la sesión, cuando me dejaba caer en la banqueta o me tiraba al suelo
directamente y lo oía silbar, satisfecho; o rumiar, cuando no había sido capaz
de darlo todo. La sensación al llegar a casa vacío de energía, pero lleno de
ganas de volver a entrenar, de sentir esa piedra que me obsesionaba. Buscando
la técnica adecuada, limpia, la alzada perfecta. Joder si me acuerdo.
Empecé
a levantar piedras en septiembre de 2010. Nos presentamos una tarde en la sede
de la federación alavesa de deporte rural mi colega y paisano Unai y yo,
preguntando sobre las gestiones para formar un equipo de soka tira. El tipo de
la federación nos ayudó a tramitarlo todo y, antes de irnos, nos preguntó si no
estábamos interesados en practicar alguna otra disciplina. “Creo que los
harrijasotzailes están entrenando ahora”, nos dijo. “¡Joder! ¿Hay
harrijasotzailes en Álava?” pregunté yo, entusiasmado. El tipo me llevó al
polideportivo de Aranalde, porque le pillaba de camino para ir a casa. Me dejó
allí, indicándome que no entrara por la puerta principal, si no por la parte de
atrás. Me dirigí hacia allí por un estrecho callejón lleno de baches y con el
suelo destrozado, de paredes llenas de grafitis y chustas de pitillos por
doquier. Allí solo había una puerta que anunciaba “cuarto de contadores” en un
quejumbroso letrero metálico. No podía ser allí, ¿no? Toqué la puerta por si
acaso, que hizo un ruido de chapa estridente, como si alguien golpeara el capó
de un coche con una maza.
Me
abrió Jesús, el entrenador. Un tiarrón que rondaba la cincuentena, con
antebrazos de Popeye, sonrisa fácil y mirada inteligente y bondadosa. Tenía una
voz profunda pero hablaba en tono alegre, como si nada tuviera excesiva
importancia. “¡Pasa, claro que sí! Ahora íbamos a empezar”. Dentro, la sala (o
el cuartucho, mejor dicho) era un compendio de piedras, colchonetas de goma y
banquetas puestas aquí y allá. Era estrecho y pequeño, de techo bajo. El
ambiente olía mucho a resina, a cuero y a sudor. La luz era tenue, con una
vieja bombilla solitaria colgando del techo, así que dejamos la puerta abierta.
Aquello era más un almacén que un centro de entrenamiento.
Había
dos harrijasotzailes preparándose para entrenar. Uno de ellos era Jon, el
sobrino de Jesús y campeón de Álava en ese momento. Un chaval joven,
corpulento, de piernas robustas y técnica trabajadísima. El otro, Mikel, era un
bombero con brazos de Hércules, uno de esos tíos que sabe mantener la calma en
todo momento, con gran sentido del humor y con el que congenié desde el minuto
uno. Ambos eran mayores que yo, que contaba veinte años por entonces. Me impresionó
cómo calentaban, cómo se manejaban con las piedras de cien kilos (en ese
momento me parecían auténticos leviatanes imposibles de levantar), cómo
colocaba la piedra Jesús, cómo se enfrentaban los levantadores a ella. Aquello
era una mezcla de fuerza, técnica, voluntad y tradición. Me enamoré al momento
de esa disciplina; fue un flechazo en toda regla.
Empecé
con un cilindro viejo de 75 kilos. Estuve meses y meses con él, aprendiendo los
rudimentos lentamente, cometiendo todos los fallos posibles. Jesús no perdía
nunca la paciencia. Me obsesioné. Busqué todos los vídeos que pudiera haber
sobre levantamiento de piedra, todos los libros, lo que fuera. Me aprendí los
nombres de los mejores harrijasotzailes y sus levantamientos más reconocidos de
memoria: Perurena, Endañeta, Goenatxo, Saralegi, Gibitegi, Zelai, Izeta,
Ostolaza, Irigoien, Idoia Etxeberria, El Tigre. Aprendí que el deporte provenía
de los antiguos canteros, cuando apostaban quién podría levantar la piedra más
pesada después de trabajar. Empecé a mejorar. Jesús me metía series
interminables con la cilíndrica de 75, y yo daba poco a poco la talla. Poco
antes de pasarme a la piedra de 100 kilos, fui a visitar a Iñaki Perurena, la
leyenda de nuestro deporte, en su Leitza natal. Nos enseñó su casa-museo, “Peru
Harri”, y al final del recorrido me invitó a levantar una bola de 100 kilos que
tenía por allí. Aquella fue mi primera alzada a una piedra de 100: con Iñaki
Perurena como ayudante de lujo, el 3 de enero de 2011.
Empecé
a mejorar. El aprendizaje con las piedras es exasperantemente lento: los
entrenadores coinciden en que, para dominar una piedra, hacen falta años. Y
hablo de la técnica, no de la fuerza. Cualquiera puede, con esfuerzo, levantar
cien kilos sobre su hombro: pero la clave para un levantador está en hacerlo
rápido, muy rápido, para no cansarse en exceso, y poder levantar esos cien
kilos más veces que nadie en el menor tiempo posible. Mi cuerpo empezó a
cambiar, a amoldarse a la piedra. Mi mente dejó de pensar en los dolores que me
provocaba el entrenamiento, en el cansancio o en cosas que no tuvieran que ver
con la técnica de cada piedra. Me pasaba el día pensando en cómo levantar la
cúbica, en cómo darle el golpe de gracia al cilindro en la parte alta del
pecho, o en la mejor forma de agarrar la bola.
Llegaron
las primeras exhibiciones. La primera, en el pueblo de mi entrenador y de Jon,
en Apellániz, Álava. Recuerdo que chispeaba, y que los nervios me hicieron
levantar muy forzado, con el cuerpo muy rígido; pero, al final, todo salió bien:
no se me cayó ninguna piedra, no fallé en ninguna alzada. Estaba eufórico. En la plaza pueden pasarte dos cosas; o que te vengas arriba, o que te pueda la presión. Yo me mantenía en equilibrio sobre esa fina línea, siempre arropado por los míos. Siempre venía a verme alguien en esas primeras exhibiciones: mis colegas del
pueblo, mi padre, algún familiar. Mi madre no lo hacía mucho: decía que lo
pasaba mal viéndome sufrir, viendo las caras que ponía en las últimas alzadas,
agotado, exprimiéndome hasta la última gota. Siempre me apoyaron, y desde aquí
quiero daros las gracias. A tod@s.
La
piedra me regaló mil y una anécdotas. Gracias a ella pude conocer la geografía
de Euskadi casi al completo, pues levanté piedras en muchísimos sitios que eran
desconocidos para mí. Nos llamaban para fiestas de pueblos, romerías,
campeonatos, bodas, ferias… Tuve ocasión de ser el levantador principal en las
campas de Armentia, en San Prudencio de los años 2013, 2014 y 2015. También en
la romería de Estíbaliz, en las fiestas de la Blanca, en Olárizu…una vez, en
Labastida, levanté en la fiesta de la vendimia. Estaban por allí el
lehendakari, el diputado general de Álava, el Celedón, jugadores del Alavés…recuerdo
que hacía un calor del demonio, y que la cola/resina que usábamos para levantar
la bola, hecha a base de aceite y resina, se me derretía en las manos, haciendo
que la bola se me resbalase. Toda la plaza contuvo la respiración hasta que,
con un esfuerzo que me costó media vida, conseguí alzar la piedra hasta mi
hombro. Sabiendo que no podría volver a alzarla más, decidí improvisar; así
que, con la piedra al hombro, me di una vuelta por la plaza, estrechando las
manos de todos los políticos y grandes nombres que había por allí, mientras
cargaba la bola de 100 kilos sobre mi hombro derecho. Recuerdo que dejé sus
camisas, blanquísimas, totalmente cubiertas de resina líquida. Para el
arrastre.
También
recuerdo los campeonatos. Yo no era un levantador de piedras grandes (me limité
a las de 100), y no conseguía subir mucho mi peso corporal, lo cual me habría
ayudado. Mis 83 kilos (en mi mejor momento) y mi inexperiencia no tenían nada
que hacer contra nombres como Joseba Ostolaza, Josetxo Urrutia o Jokin
Eizmendi. Pero, aun así, viví momentos inolvidables, compitiendo contra
Ostolaza en Leitza, con los Perurena en la grada, y dejándome los pulmones con
la cilíndrica, la cúbica y la bola. Recuerdo dejar caer la última piedra, oír
el silbato que anunciaba el final de mi turno y salir disparado hacia los
vestuarios para vomitar, totalmente exhausto. Recuerdo estar echando el jámago
por la boca mientras, detrás de mí, el padre de Joseba, Agustín Ostolaza
(auténtico mito del levantamiento), me decía en su euskera cerrado cómo tenía
que hacer para mejorar con tal o cual piedra. Con frases cortas y llenas de
tecnicismos, lo cual siempre le agradeceré, aunque en ese momento estuviera
abrazando la taza del váter como si fuera mi mejor amiga.
También
recuerdo las lesiones. Los latigazos en el cuello, las heridas. La cúbica llego
a hacerme una herida en el hombro que tardó casi un año en sanar; en su peor
momento, era tan profunda que me entraba la falange del dedo índice, como si
fuera la herida de una bala. También está la ya comentada lesión en el pie,
cuando me reventé un dedo con la misma piedra. Pero lo peor era el cuello. A
finales del año 2014, terminada la universidad, empecé a trabajar a tiempo
completo, y no pude ser regular en mis entrenamientos; pero no fallaba allí
donde me llamaran, ya fuera exhibición o campeonato. Desde 2013 me anunciaban
como el campeón de Álava, y desde el mes de abril hasta bien entrado octubre,
casi cada fin de semana tenía más de una exhibición en algún lugar. Pero…la
piedra no es un ejercicio que te permita descansar. No puedes dejarlo un mes y
volver como si nada. Exige constancia, y si no, pasa lo que pasa…
Me
lesioné el cuello varias veces, fuerte. En una exhibición en Rivabellosa me dio
tal latigazo que tuvieron que llevarme al hospital de Vitoria; casi no podía ni
moverme. Otra vez, en Basauri, lo mismo: estaba haciendo corbatas (vueltas
alrededor del cuello con la bola de 88 kilos) y, de repente, ¡zas! Un calambre
en el cuello que me dejaba paralizado de dolor.
A
pesar de todo, seguí. No hice caso de mi entrenador, familia, pareja o amigos.
Me decían que, si no podía dar el cien por cien, era más saludable que lo
dejase. Pero seguí. Entrenaba cuando podía, de manera irregular, pero los fines
de semana no faltaba a ninguna exhibición. Las contracturas eran de órdago. El
fisio alucinaba. Lo cierto es que, viéndolo en perspectiva, nunca he tenido el
cuerpo para ser levantador. Era fuerte, sin duda, pero tuve que pasarme años y
años en el gimnasio para que mi estructura se asemejase, aunque fuera
mínimamente, a la de los grandes levantadores. Necesitaba una dieta específica
para mantener el peso mínimo, ya que si no le daba importancia a la dieta
adelgazaba sin esfuerzo. Con todo, cada vez que me lesionaba y tenía que parar,
perdía peso: me quedaba en setenta y pocos kilos. Mis contrincantes eran tíos
de 1,70 y 120 kilos: yo no podía competir siquiera con mi 1,80 y 80 kilos. Siempre
se me han dado bien los deportes aeróbicos, como si estuviera genéticamente más
predispuesto a ellos; pero mi corazón era de levantador. Quería ser el forzudo
del circo, el Hombre Fuerte, el Sansón. Quería ser reconocido por mi técnica,
por mi fuerza. Quería que la gente asociara mi nombre con la palabra
“Harrijasotzaile”. Y, aunque no sé si de cara a la galería mereció la pena, creo
que, por unos pocos años al menos, lo logré.
Tuve
que dejarlo. Me mudé a otra ciudad donde no había dónde entrenar con piedras,
empecé a trabajar en un oficio que requería mucho tiempo, también empecé a
opositar para bombero en mi tiempo libre. No tenía tiempo para dedicárselo a la
piedra; no al cien por cien. En ese momento, además, sufrimos en la familia la
pérdida de una persona muy querida, pocos días antes de que me mudase.
Demasiadas cosas en poco tiempo. Demasiado. Aquello fue el punto final a mi
carrera como levantador.
Tardé
casi tres años en recuperar la total movilidad de mi cuello. Sesiones y
sesiones con fisios y trabajo específico de gimnasio me dieron tregua. Perdí
peso, volví a sentir las piernas ligeras después de seis años. Supongo que
puedo afirmar que, físicamente, volví a mi antiguo ser; pero en mi cabeza
acariciaba la idea, el deseo de volver, como Gollum acariciando su anillo en la
caverna. Me veía volviendo, comprando una piedra, alquilando un garaje, lo que
fuera. Entrenaba en el gimnasio con vistas a un retorno, consiguiendo
levantamientos en sentadilla y peso muerto como nunca antes había conseguido,
rozando los 200 kilos en ambos.
Volví
a romperme. Esta vez, en los lumbares, intentando una sentadilla con 185.
Lumbago, ciática, semanas tumbado o moviéndome como un abuelo. Empezó a pasarme
a menudo: a veces, con movimientos mínimos como agacharme para recoger algo del
suelo, o al bajarme del autobús después de conducir muchas horas seguidas.
Busqué soluciones; pedí segundas, terceras y cuartas opiniones: fisios,
osteópatas, quiroprácticos. Tengo una pequeña malformación en la columna, de
nacimiento: espondilolistesis. Una vértebra que no está donde debería estar,
vaya. No me limita en nada, a no ser que quiera ser el hombre más fuerte del
mundo. “Porque no te interesa entrenar como un forzudo de circo, ¿verdad?” me
preguntó una vez el osteópata, mirando las placas de mi columna. Pues,
hombre…mmm, ¿sí?
Me
costó mucho aceptarlo. Tuve que dejar atrás no solo la piedra, si no ese
complejo de Rambo que llevaba encima y que me acompañaba desde antes de tocar
el primer cilindro de 75 kilos. Tuve que tomar una decisión que, a priori, no
tiene mucha importancia: no es como si tuvieran que darme quimioterapia, joder,
o tuviera que desconectar a un familiar en coma. No podía afectarme tanto, ¿no?
Venga, Ibon, no hagas un puto drama de esto. Pues te pones a correr, o a
boxear. Yo qué sé.
Así
que aquí estoy, intentando aceptarlo todavía, mientras escribo esto. Y voy a
responder a mi amigo: no creo que pueda volver, Unai. Y no sabes lo que me
jode. Me duele en el alma. Pero créeme: me encantaría. Joder, se me ponen los
pelos de punta solo de pensarlo. Volver a ponerme la faja, volver a sentir el
chaleco rígido, los pantalones de mahón. Machacar la pieza de resina sobre la
piedra. Mirar la piedra y pensar que estoy dispuesto a romperme con tal de alzarla
sobre mi hombro; matar, o morir matando. Volver a meter las manos en los
agarraderos del cilindro. Apretar los dientes. Oír a Jesús o a Mikel dándome
indicaciones, ánimos. Dar ese golpe de cadera y tumbarme hacia atrás, mirando
al cielo, sintiendo la piedra rodar sobre mi tripa, sobre el pecho, el cuello
y, finalmente, al hombro. Alzar el brazo izquierdo, saludaros a todos con la
mano en alto, con la piedra planchándome la oreja. Ver vuestras caras, a mi
pareja, a mi padre bajo la lluvia, a mis amigos con resaca en las fiestas de
Abezia, de Izarra, de Kuartango, levantándose de la cama solo para verme. Ver
la Plaza de los Fueros abarrotada, o el Gaztetxe de Vitoria lleno hasta la
bandera, con Astalapo tocando a mi espalda mientras me peleo con la bola de
100. Ver a Iñaki Perurena mirándome con su ojo experto desde la grada, a su
hijo Inaxio aconsejándome en nuestra mazmorra de Aranalde, a Joseba Ostolaza
dándome indicaciones en medio de un campeonato en el que competía contra él.
Escuchar las anécdotas de El Tigre y tratar de no perder la fuerza por la boca,
desternillándome, mientras me peleo con la cilíndrica. Ver a mi colega Julen
Diaz, campeón actual de Álava y una auténtica bestia de las piedras grandes,
animándome a grito pelado a centímetros de mi oreja. Ver levantar a mi lado a
Idoia Etxeberria en las fiestas de Arrigorriaga, los dos mano a mano con
nuestras piedras bajo una lluvia que nos caló hasta los huesos, pero no nos
hizo parar. Ver el orgullo en los ojos de Jesús y de Mikel al ver que he
levantado bien, que he conseguido esa última alzada. Sentir los 100, los 113 o
los 138 kilos que alguna vez levanté sobre mi hombro, equilibrados, dominados
por unos segundos; antes de que la gravedad y el agotamiento marquen el final
de ese momento fugaz en el que, por unos años, conseguí ser ese forzudo de
circo que buscaba ser. Esos años en los que fui harrijasotzaile.
La
piedra cae. El botaleku retumba por el impacto. La piedra toca el suelo, pesada,
provocando un pequeño temblor en el cemento, bajo la goma.
Hasta
siempre, compañera.
Enhorabuena forzudo del circo.
ResponderEliminar¡Gracias Raúl! A mi cuenta el café cuando te vea...
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