-
No les mires a los ojos -decía el convicto, acuclillado, apoyada la espalda en
la pared de la celda, mientras pasaba el chisquero encendido por encima de la
piedra de costo -. Aquí no se andan con mierdas si te quedas mirándolos
fijamente. Te rajan el culo, para empezar. Aquí las miradas sirven para marcar
terreno.
Me
miraba de frente y alzando un poco la barbilla, ya que me encontraba en la
litera de arriba, con los pies colgando, intentando que no se me notase el
tembleque. Era mi primer día.
-
Eso de las películas, de ir de duro mirando así, de lao -el preso se reía,
enseñando unos dientes sucios, con algún destello plateado -, eso no te vale un
carajo aquí. No siquiera con los boquis, escucha lo que te digo, ¿sí? Ni con
los putos boquis. Te los quedas mirando y ya buscan la manera de joderte
rápido. Como mucho, mira a los ojos para camelarte a alguno, para ofrecerle
algún bisnes, ¿me entiendes? Pero olvídate de ir de Van Damme por aquí, te lo
aviso desde ya, que te veo de lejos.
Había
metido la piedra de hachís en un papel de fumar y le daba vueltas, metódico,
con mucha parsimonia. Tenía una voz ronca, ronquísima, que parecía salir de lo
más profundo de sus machacados pulmones.
-
En la cárcel no hay prisa. En el puto maco no vas a ningún lao, así que si la jiñas
aquí, tarde o temprano te pillan y te hacen pagar. No hace falta que sea el
kie; el jefe de la galería -aclaró ante mi cara de confusión -. El que corta el
bacalao, te digo, ¿sí? No me mires con cara de tonto, moñas, que por eso
también cobras, ¿eh? Te decía que no hace falta ser el puto Al Capone aquí para
que te rajen la glotis rápido, ¿me entiendes? Que aquí hay mucho chungo.
Chupaba
ahora el papel de fumar, acercándoselo a la boca y moviendo el cigarrillo de
lado a lado, como si soplase una harmónica. Se lo separó de la boca, dándole
forma con los dedos. Me miró con esos ojos de veterano, por encima de sus
mejillas sin afeitar desde hacía una semana y esa cicatriz que le atravesaba un
lado de la cara, rosácea.
-
No vayas de lo que no eres. Si quieres ganarte el respeto tienes que ser real,
no fingir que eres un duro, o ir de moñas, de blandito; si vas de moñas te
ponen el culo fino -su expresión gélida no variaba -. Sé real, haz lo que te
pidan, ofrece lo que tengas. Tu culo ya no es propiedad tuya -ahora sí sonreía,
el cabrón, torciendo la boca en un gesto desprovisto de alegría -. No tienes
pinta de matón, y tampoco te veo trazas de pijo, con papá de pasta. Aunque
nunca se sabe, ¿verdad? ¿Tienes parné? A mí no me hagas así con la cara y mires
para otro lao, ¿me oyes? Que te saco las tripas aquí mismo. No te voy a obligar
a que me ingreses dinero en la cuenta porque soy bueno, pero esos gestos de
girar la cara no me los haces, o me follo a tu puta madre.
Bajé
la cabeza, sin saber muy bien qué hacer. Eso pareció calmarlo. Buscó el mechero
que se había guardado en sus pantalones, palpándose los bolsillos.
-
Te decía que no te veo pinta de matón, y dudo que quieras ser la lumi de alguno
de los de aquí; así que mejor búscate la vida para ser machaca.
-
¿Eso qué es?
-
El recadero, el niño pa todo -me miraba con los dos ojos fijos, aunque el
párpado de uno de ellos, cercano a la cicatriz, lo llevaba siempre a media asta
-. Conseguir unos pitis, algo de costo, hacer de mula -me señaló entre las
piernas con dos dedos manchados y de uñas rotas, sosteniendo el pitillo apagado
entre ambos -. A eso me refería con lo de que tu culo ya no es tuyo.
-
Pero… y… ¿qué tengo que hacer…?
-
Tu orto ahora es el mostrador de facturar maletas del aeropuerto, loco -me dijo
con voz ronca, impaciente, alzando la voz -. Ahí caben pila de cosas, así que
vete entrenando si no quieres que entre carne en barra. Si no quieres que te
metan la mierda pa dentro -se reía con carcajadas que parecían expulsar lo
negro de sus pulmones.
La
cabeza me daba vueltas. El preso hablaba muy rápido, y los conceptos se me
acumulaban, uno detrás de otro, sin tiempo para ordenarse en mi cabeza. El
convicto encontró finalmente el chisquero, encendiéndose el porro y soltando
una bocanada de humo enorme, con un suspiro satisfactorio.
-
Te voy a dar unos consejos de gratis, porque te veo cara de pasmao y me estás
dando pena. Mira, aquí todos te han echao el ojo ya, aunque creas que no. Te
van a venir para ver qué pueden sacarte, ¿no sabes? Y lo mejor que puedes hacer
es lo que yo te diga, atiende.
Tenía
una vena del cuello que se le hinchaba cuando hablaba, justo debajo del tatuaje
de una calavera soplando un matasuegras.
-
Respeto siempre. Respeta con la mirada, con los gestos, no vayas de lo que no
eres, eso es, ¿ves? Como haces conmigo ahora, no como cuando has entrao, que
llevabas los brazos así, separaos del cuerpo, haciéndote el duro. ¿Me vienes a
mí con esas trazas? ¿Entras en mi chabolo, y vas de Tyson? Te follo el culo en
cuanto el boqui se da la vuelta, vamos. Has tenido suerte de que ahora sea un
hombre pacífico.
Pensé
en decirle que eso no era cierto, que en realidad había entrado acojonado y con
la cabeza gacha, que no entendía por qué decía esa mentira; pero me contuve.
Seguro que eso también se lo tomaría a mal. El tío se había montado su
película, y no sería yo quien le corrigiese nada, por si acaso.
El
veterano continuó, dando lentas caladas al porro, inundando la celda apenas
iluminada en una nube con el olor fuerte del costo. Se tocó el pelo lacio,
peinado hacia atrás, con gesto casual.
-
Respeta siempre, te digo, e igual tienes suerte. Pero no confundas respeto con chupar
pollas, ¿eh? Porque entonces te etiquetan y te pasas de puta toda tu condena.
Ese paso en falso ya lo han dao algunos -me señalaba con el dedo, aleccionador
-, y suele ser al principio, cuando no tienes amigos y no sabes por dónde te da
el aire. Déjalo claro; trabajas, haces lo que sea, pero puta, no. Es mi
consejo.
Dio
una profunda calada, dejando que el humo lo envolviese. Asentía a sus propias
palabras, como si aprobase su propio discurso.
-
Tienes que tener cuidado con algunos, aquí. Con estos que te digo mejor ni
cruzarte, aunque tengas que saltarte el rancho, ¿sí o qué? Como con los
latinos, por ejemplo. Esos siempre van en banda y no quieren hacerse amigos de
un blanquito para nada, ¿me entiendes? No les hacemos falta para nada. Solo les
interesa traficar o taladrarte el culo, así que mejor lejos, porque además
siempre llevan pincho, y son cojonudos peleando. El otro día -hizo memoria, lo
que me hizo pensar que ese “otro día” pudo ser ayer, o hace dos años -se
engancharon con unos rumanos, cuando nos juntaron con la galería 3 porque
hicieron obra en el gimnasio de allá. Los rumanos iban sobraos porque son unos
putos armarios, ¿no sabes? Todo gimnasio y pinchaos hasta el culo, y miden dos
metros los joputas. Pues les fueron muy confiados, porque los latinos son más
bajitos y cuando van al barullo lo hacen a la chita callando ¿me entiendes?
Alguno hasta se hace el cagao, pero entonces sacan los pinchos y ¡bum! No hay
nadie más rápido que esos joputas. Los rumanos acabaron como un colador, uno
palmó allí mismo, se vació entero. Sí, con los latinos mucho ojo.
El
preso se rascó los huevos con la mano que no sostenía el cigarrillo.
-
Así que ahora no hay rumanos por aquí, los cambiaron de galería. Pero están los
piraos, los FIES, ¿sabes? ¿no? -me miró a través del humo – Los que vuelven del
régimen cerrao, del aislamiento. A esos les suda la polla todo ya. Con esos
cuidao, también. Hay uno, el Navaja -una sonrisa carnicera se formó en sus
finos labios -. Ése es un pieza de cojones. Ya lo verás. Es bastante delgado,
va siempre sin camiseta, muy moreno, con pinta de yonqui. Tiene tatuajes de
cristos y vírgenes y cuchillos por todos lados. Ése joputa es peligroso de
cojones -el ojo del párpado caído pareció vibrar, rememorando -. Es el que hace
los mejores pinchos aquí: antes usaba los alambres del somier, y ahora que lo
han pillao creo que los hace con el cepillo de dientes, o con tres clips que
consigue por ahí, los junta con filtros de pitillos y los va quemando, dando
forma. Luego hace el mango con tiritas o esparadrapo, es un hacha. Hace bisnes
con todos, le suda la polla todo -dio una calada al porro mientras asentía -.
Ése va a acabar muerto algún día de estos, porque muchos se la tienen jurada;
pero van a tener que pillarlo antes. Y seguro que se lleva a alguno por
delante, el Navaja.
Se
levantó trabajosamente, con el porro en la boca, rascándose el culo con una
mano. Luego, ante mi asombro, sacó un teléfono móvil del bolsillo,
consultándolo en la semioscuridad de la celda. Se dio cuenta de mi sorpresa.
-
¿Esto? -me dijo, mostrándome el móvil – Ya verás. Aquí se consigue de todo, si
sabes moverte. Pero te falta mucho tiempo para conseguir estas cosas. Yo te
dejo una llamada por diez pavos o un mensaje por cinco. Y no me mires así que
te lo estoy dejando barato, ¿eh? Que otros piden mucho más. Pero yo soy bueno
con los novatos.
Consultó
un poco más el móvil, olvidándose de mí, entrecerrando los ojos iluminados por
la pantalla para que no se le metiera el humo en ellos. Se dio la vuelta
mientras lo hacía, como si fuera un gesto casual; pero no se me escapó que me
miraba de reojo, siempre alerta, nunca dejando una mínima amenaza a la espalda.
Luego se lo guardó de nuevo en los calzones y volvió a sentarse, con un
suspiro, apoyando la espalda en la pared. No parecía tener ninguna prisa para
nada.
-
Qué te estaba contando -su voz ronca parecía una acusación constante, dijera lo
que dijese -. Ah, sí. Tienes que tener cuidao también con los gitanos, porque
esos sí que van a lo suyo. Y como pilles a uno de mala baba mejor estar lejos,
porque no se andan con mingadas -volvía a señalarme con dos dedos sosteniendo
el cigarrillo y frunciendo el ceño -. Ésos te huelen enseguida. Y desconfía del
que te venga de simpático, haciéndose tu amigo. Aquí no llegas a ningún lao
pidiendo las cosas por favor y dando las gracias. Y tampoco vayas preguntando a
los demás qué es lo que han hecho para estar aquí, ¿entiendes? Que se lo pueden
tomar a mal. Por cierto -echó una calada, lenta, y me miró, duro - ¿tú qué has
hecho pa estar aquí?
Me
quedé descolocado por aquella jugada. No supe cómo sortear la pregunta, pero
tampoco me salieron las palabras. El veterano me presionaba con su voz de
carraca.
-
¿Te ha comío la lengua el gato? ¡Que qué has hecho pa estar aquí! -se irguió un
poco, presto a ponerse en pie.
Carraspeé,
nervioso.
-
Bueno -tosí -, unos amigos y yo…
El
recluso me interrumpió, violento:
-
¿”Unos amigos”? ¿Eres un puto sapo? -se puso en pie y se me encaró -Baja aquí
me cago en mi madre, ¿eres un puto sapo?
No
sabía qué decir. ¿Un sapo? Balbuceé alguna incoherencia, desarmado. El veterano
me tiró de las piernas, haciéndome bajar de la litera. Me cogió por las solapas
en cuanto mis pies tocaron el frío suelo y me estampó contra la pared, al lado
del váter metálico. Me miró muy de cerca, echándome su aliento a tabaco y
hachís en un susurro amenazante que me heló la sangre:
-
¿Eres un puto chivato, niñato de mierda?
Comprendiendo,
negué con la cabeza, sacudiéndola de lado a lado como si me fuera la vida en
ello.
-
No, yo no…
-
Entonces ¡¿qué cojones me hablas de “tus amigos”?! -bramó en mi cara,
salpicándome de saliva.
Abrí
las palmas de mis manos, indefenso.
-
Yo no quería…no me chivo…ellos no…
El
veterano todavía me apretó un poco más por las solapas, mirándome con cara de
loco.
-
En tu puta vida te chives de nada aquí. En tu puta vida, ¿oyes? Te rajo las
tripas y te las saco aquí mismo. ¿Entiendes lo que te digo?
Asentí
como pude, tragando saliva sonoramente. El veterano me soltó, dándose la
vuelta, buscando el porro por el suelo, caído en la refriega. Lo encontró, lo
sacudió con un gesto y volvió a encenderlo. Me miró con él en la boca.
-
Vuelve a la puta litera, que me molestas ahí.
Subí
a la cama, temeroso todavía. El preso se dirigió al váter, bajándose los
pantalones y los calzoncillos sin hacer ademán de escrúpulo alguno. Se sentó en
el cagadero mientras fumaba.
-
Ahora, sigue contando. Qué haces tú aquí -me parecía increíble que alguien
pudiese parecer intimidante desde esa posición.
Volví
a carraspear, buscando mi voz.
-
Tenía una plantación…con mis colegas -dudé entre nombrarlos o no, pero era la
verdad, aunque no pensaba decir sus nombres -. Empezamos a vender algo de maría
por el barrio, para sacar algo de pasta, fumar, hacernos los guays y eso… -pensé
que un poco de autocrítica me haría ganar puntos con él, pero el preso soltó un
sonoro cuesco que hizo eco en el metal del váter como única respuesta – Nos
dimos cuenta de que alguien nos estaba robando las plantas justo en época de
recogida. Las teníamos en el local de un colega -hacía gestos con la mano para
mostrarle las dimensiones del sitio, pero el veterano reo pasaba de mí, absorto
en su pitillo -. Un día pillamos allí a tres chavales cortando las plantas. Los
pillamos de lleno. Les dimos una paliza, los maniatamos -hice una pausa,
bajando la voz -. Los mantuvimos allí tres días.
-
Secuestro -dijo el hombre en voz baja.
-
Sí, con agravantes. Me metieron también lo de la plantación, con idea de
traficar -suspiré -. Y uno de los chavales perdió un ojo por la paliza. Me lo
encasquetaron a mí. Tentativa de homicidio
-
¿Fuiste tú? -esta vez sí me miraba.
Negué
con la cabeza.
-
Pues te vas a comer unos añitos -dijo. Luego se levantó, se limpió y dio la
bomba. Volvió a sentarse contra la pared, acabando el cigarrillo. Sin prisa.
Asentí
con la cabeza. El preso me señalaba y movía la mano, señalando también hacia la
galería.
-
Te voy a dar la buena noticia. Por lo menos no has violao a una niña, ni te has
cargao a tu novia, como algunos de ahí afuera. Eso igual te da un poco de
cuartel, ¿sí? Pero ahora te voy a dar la mala. Te han metío por tráfico, así
que, si no eres puta, por lo menos vas a ser mula. Te va a tocar pasar costo
para alguno de los de aquí, seguro, porque ellos ya saben lo que has hecho. Y
si te pillan los boqueras, igual hasta acaban cayéndote más años. Así que, yo
que tú, mañana me iría derechito al kie, pidiendo permisito bien, y le pediría curro
de lo que sea. Ser su machaca, currar para él, pasar desapercibido. Es eso o
esperar a que vengan a por ti, y si te vienen los gitanos o los latinos la
llevas chunga.
Sin
más charla, el veterano preso se levantó y se dirigió a la diminuta tele que
había en la celda. Intentó sintonizarla, sin éxito, y acabó dándole un golpe
mientras maldecía. Se tumbó entonces en su cama, sin más ceremonia. Al rato, se
apagó la única luz de la celda. Afuera, en la galería, se oían murmullos
aislados, charlas, cuchicheos, algún grito lejano haciendo eco. Los portazos
eran constantes, sin piedad. Mil dudas asolaban mi cabeza. Era mi primera noche
allí, y el miedo me atenazaba, impidiéndome tragar aire con normalidad y
prometiéndome una noche sin pegar ojo. Me sentía agobiado, incómodo, pero me
daba miedo moverme mucho, por si molestaba a mi compañero de celda al mover la
diminuta litera cada vez que me moviese. Al final me decidí, girándome en la
cama, asomándome hacia abajo. Dos perlas negras, duras y peligrosas, me miraban
desde la oscuridad de la litera inferior.
-
Qué cojones te pasa, niño.
Elegí
con cuidado una de las setecientas preguntas que me bullían en la mente,
sabiendo que no podría formular más que una.
-
¿Quién es el kie al que me tengo que dirigir? ¿Quién es el mandamás de la
galería? -pregunté a la negrura. El veterano no contestó. Silencio.
Suspiré.
Me recosté en la cama, arrebujándome con la única manta con la que contaba. El
silencio cayó poco a poco, pesado, envolviendo mi cuerpo y dejando que el miedo
se colase, gota a gota, hasta el fondo de mi alma. Y al poco rato, cuando todos
ya dormían, el silencio de la celda se vio roto por la risa siniestra y queda,
de fumador empedernido, de mi compañero de celda. La risa de quien se ve poderoso
en un mundo de peligros, a quien la experiencia y la supervivencia le han dado
un grado, el más alto en aquella pirámide alimenticia, plagada de depredadores.
Y poco a poco, entendiendo, fui consciente. Entendí ciertos gestos, ciertas
miradas; comprendí esas mentiras inventadas, esas órdenes inconexas. Entendí
esa manera de dar la espalda mirando de reojo. Entendí que me había puesto a
prueba desde el principio, con una pericia digna de un maestro de ajedrez; con
la experta ejecución de quien lleva eligiendo sus amistades, sus palabras y fiándose
únicamente de sus ojos y su instinto durante décadas. Comprendí todo en un
relámpago de lucidez, sin saber con certeza si mi situación allí empezaba con
buen pie o, por el contrario, mi infierno no había hecho más que empezar. Entendiendo,
al fin, que en aquella celda no era más que una bola en las manos de un
malabarista.
Comentarios
Publicar un comentario