No
recuerdo exactamente el motivo que me empujó a salir a correr de madrugada.
Supongo que fue un cúmulo de muchas cosas: la guinda de un pastel de mil
ingredientes; el niño que escala la montaña humana para convertirse en la punta
del ‘casteller’. No es que me guste especialmente correr, ni que tenga un
objetivo que me empuje a ello. No lo he hecho en mi vida, y no soy de esos que
a sus cuarenta y tantos decide apuntarse a la media maratón o a la San
Silvestre de turno para sentirme mejor. Creo que fue una vía de escape de
emergencia: no lo hice porque quisiera, si no porque la mente me pedía escapar,
vomitar, y correr por la noche fue la única manera que se me ocurrió.
Creo que empezó hace muchos años. Fui un niño bastante espabilado, un adolescente más bien aburrido. ‘Viejoven’, los llaman ahora: define a la perfección esa etapa de mi vida. No me interesaban los ritos de adolescencia: entendí que, en este juego de la vida en el que competimos bajo la bandera del capitalismo, quien más tiene es quien gana. Ese fue mi primer error. Dejé de pensar en mí y en lo que podía hacerme feliz; me centré en “lo que se supone que debo ser”. Estudié una carrera que no me interesaba, trabajé en cosas que no me gustaban, amasé una cantidad de bienes materiales innecesarios para mi bienestar y hoy, dos décadas después, estoy en lo que se supone que es el culmen de mi vida: tengo un piso pagado y un trabajo estable que me amarga cinco días a la semana. Y lo peor es que mi autocastigo no me permite compadecerme de mí mismo, pues soy un privilegiado en esta sociedad en la que mucha gente no tiene qué comer, dónde vivir. Vivo frustrado, resentido, pero no puedo sentirme así. Tirad el confeti y que caigan las serpentinas, por favor.
Me di cuenta de ello hace dos años: no conscientemente, por supuesto. Tras años y años de obligarme a trabajar, viendo correr el minutero lentamente cada día, pasar mis vacaciones de tres semanas al año en hoteles que bien podían estar a tres horas en coche y no a doce horas de avión, después de mis noches de pizza los viernes viendo lo que echaran en la tele, de apuntarme al gimnasio todos los eneros de los que me puedo acordar , empezó. Empezó cuando me di cuenta de que tenía una dependencia absoluta hacia el móvil. No podía dejarlo ni en el trabajo: necesitaba estar constantemente actualizado, saber cuál era la última noticia en el otro lado del mundo, quién había salido elegido alcalde en una ciudad que no conocía o ver a una niña haciendo un baile ridículo y poniendo morritos. Un día se me cayó el móvil en el metro, escaleras abajo. Se me rompió. Casi sufro una crisis de pánico en el momento, pensando en saltarme el trabajo para comprarme otro; por Dios, no podía estar ocho horas sin el móvil… ¿y si no me enteraba de quién había ganado… no sé… el derbi de críquet que se jugaba aquel día en Karnataka, India? ¿Y las últimas declaraciones del político de otra provincia que provocaban el odio de una mitad de la población y el aplauso de la otra mitad…? ¿Cómo podría sobrevivir a aquello…?
Fue
ahí cuando me di cuenta. Pasé aquel día sin móvil. Al día siguiente, sábado, no
se me ocurrió bajar al centro para comprarme otro: de repente me daba miedo la
multitud, el encontrarme con gente, tener que saludar, hacer cola, respirar el
mismo aire. ¿Qué me estaba pasando? El domingo no abrían las tiendas, así que
(madre del amor hermoso) tres días sin estar conectado a la realidad. Podría
hacerlo por ordenador, pero me dio pereza encenderlo: solo lo enciendo para
trabajar, y no quería saber nada del trabajo aquel fin de semana. Me di cuenta
de que podría sobrevivir sin el dichoso aparatito; es más, que lo prefería.
¿Cómo podía haber llegado a aquel límite? ¡Si ni siquiera me interesaban la
mitad de las cosas que veía! Era información inútil que me mantenía abobado,
centrado en chorradas sin sentido, que me chupaban la atención y me dejaban sin
fuerzas ni alegría para mirar a mi alrededor y ser consciente. Me di cuenta,
pero aún y todo sentía la necesidad del móvil, del aislamiento, de las series.
Me vi inmerso en una espiral tecnológica sin la cual parecía no poder ser
‘feliz’. Porque, vamos a ver, si todos lo hacen, ¿quién soy yo para no hacerlo?
A ver si voy a ser el rarito del trabajo, el barrio, la familia…
El
lunes empecé a informarme, desde el ordenador del trabajo. Ansiedad. La
enfermedad del siglo XXI. Hasta para eso iba a ser como los demás. Una parte de
mí, ese pequeño (o gigantesco) globo de ego que todos llevamos dentro, se
rebelaba contra la idea de compartir incluso la misma dolencia con la gran
mayoría de la población. ¿Qué podía hacer para combatir aquello? Leí
información en páginas de grandes letras y vivos colores: “ejercicio”,
“meditación”, “comida sana”, “naturaleza”. Sí, vale, ¿algo más? Quiero aprender
a VIVIR y lo necesito ahora, que se me ha jodido el móvil y me he dado cuenta a
mis cuarenta y tres años. Un chispazo de lucidez me abrió los ojos: si lo estás
buscando en la barra de Google, es que es imposible que lo encuentres. Me di
cuenta de ello hace pocos años, cuando empecé a ir al gimnasio para ponerme
mazas y un día me vi escribiendo en el buscador “cómo ser un tipo duro”. Si
tienes que buscarlo, es que ya es tarde, amigo. La auto humillación fue
devastadora; el sentimiento de derrota, avasallador.
Tiré
la toalla de la vida. Me encerré en casa, no subí las persianas en semanas. Me
diagnosticaron un trastorno de ansiedad y me recetaron pastillitas. Mi vida
empezó a ser una concatenación de días devorando series, partidos de fútbol que
no me interesaban e incluso programas de cotilleos que a nadie importaban. Es
decir, que aquello que me había llevado a estar así, ahora lo hacía durante más
tiempo. Me estaba metiendo más en un pozo del que no sabía por dónde salir. No
dormía apenas. Y fue aquí, tras varias semanas, donde encontré mi vía de
escape.
Una
noche, a las dos de la madrugada, se me ocurrió salir a la pequeña terraza del
salón, en plan melancólico, para mirar las luces de la ciudad. No se oía un
alma. Se me ocurrió airearme, así que me puse unas zapas y una sudadera con
capucha y me aventuré a dar un paseo. Mis pasos me llevaron, sin pensarlo
siquiera, hacia las afueras de la ciudad, alejado de las tiendas cerradas, los
bares y los comercios con las persianas echadas, las grandes calles sin apenas
tráfico. No buscaba naturaleza. No sabía lo que buscaba, hasta que lo encontré.
Rodeando
la ciudad como un anillo hay varios polígonos industriales de tamaño colosal:
carreteras, naves y pabellones enormes, interminables, desconocidos para los
ciudadanos como yo. Me fascinó la quietud, la lejanía de cualquier vivienda, el
silencio, la sensación de espacio en medio de la noche. Podía caminar por una avenida
de cuatro carriles, completamente vacía, por la mitad de la calzada. No me
atreví a ir mucho más allá, porque temía perderme y ya estaba lejos de la
ciudad. Volví sobre mis pasos, llegué a casa y conseguí dormir del tirón hasta
que el sol estuvo bien alto sobre el cielo, al día siguiente. Vaya aventura.
La
noche siguiente abrí los ojos de golpe a las 3:16 de la madrugada. No tuve
dudas: me calcé unas viejas zapatillas de deporte, un chándal y salí de casa
camino del polígono. Esta vez fui más rápido, incluso trotando, porque quería
descubrir más de aquel sitio antes de que se hiciera muy tarde y empezara a
haber gente por la ciudad. Llegué al polígono. Fui hasta el final de la calle
que la noche anterior dejé a medias. Tuve que parar de trotar por el flato y un
ligero dolor de rodillas, pero continué caminando. Aquello era gigante, ¡y
estaba vacío! Las farolas se sucedían cada cincuenta metros, convirtiéndose en
pequeñas islas de luz en un mar de oscuridad, iluminando una pequeña porción de acera y un
asfalto machacado por el paso de los camiones. La sensación de peligro inminente,
de que alguien pudiera atracarme o algo peor fue sustituida por un afán de
explorar e ir un poquito más allá en la oscuridad. Algunas de las fábricas
estaban abandonadas, o eran muy viejas; otras eran enormes y modernas, empresas
de reparto con muelles para camiones, con guardias de seguridad en las garitas.
Me imaginé la jornada de aquellos tíos, en una garita o haciendo la ronda en
aquellos lugares desiertos, oscuros, con aquel silencio. Los idealicé como
empleos pacíficos, sin estrés, alejados de mi mundo de multitud, transporte
público abarrotado, prisas, pantallas y charlas intrascendentes.
La
noche siguiente conseguí aguantar más tiempo, compaginando trote con caminatas
a ritmo vivo. Pronto empecé a coger mejor forma. Aguantaba más tiempo trotando:
treinta minutos, cuarenta y cinco. Un día llegué a la hora y lo celebré
tumbándome en medio del asfalto, haciendo el ángel en la mitad de la calzada,
en una calle tan ancha como la Gran Vía y en la que podía haberme quedado a
dormir dos horas sin ser molestado, porque los camiones que la poblarían
tardarían aún horas en aparecer. Recuerdo que el asfalto estaba extrañamente
caliente. Cambiaba de calles, descubría pabellones nuevos, parkings titánicos
totalmente vacíos. Me di cuenta de que los primeros corredores madrugadores
empezaban a salir a las 5:30, así que me marqué las cinco como hora límite para
mis merodeos. Salía sobre las 2:30 o 3:00, para evitar incluso a los camiones o
repartidores rezagados.
Pasaron
las semanas, los meses. Mi cuerpo empezó a cambiar. Yo no le daba importancia a
eso, pero mis ansias de exploración me hicieron más resistente, ya que quería
cubrir más distancia en menos tiempo. Me daba igual que hiciera frío, calor,
lloviera o nevara. Podía pasarme dos horas seguidas corriendo, en incluso más.
Perdí peso y, aunque algunos dolores como la rodilla persistían, no les hacía
caso. Corría cojeando si hacía falta. Los michelines desaparecieron; la piel se
me pegó a los músculos, delgados, fibrosos. Me rapé la cabeza porque siempre
iba con la capucha puesta, para que no se me apelmazara el pelo siempre que
corría. Me convertí en un asceta. Comía menos y más sano, dejé de ver la tele,
de mirar el móvil. Me despojé de costumbres innecesarias. Volví al trabajo, a la rutina. Me imbuía en el mundanal
ruido durante el día, esta vez sin dependencias tecnológicas, y me liberaba por
las noches. Y ni siquiera lo hacía por mejorar mi apariencia, mi resistencia o
mi mente. Lo hacía porque lo necesitaba. Lo hacía porque mi hábitat natural
empezó a ser aquel en el que, rodeado de fábricas olvidadas, aceras apenas pisadas
y asfaltos con baches de vehículos pesados, veía las lejanas luces de la ciudad
como el guepardo que mira pasar el coche del safari y los turistas sacándole
fotos. Miraba los altos edificios de viviendas allá en la lejanía, con alguna
que otra luz encendida, preguntándome, como he hecho desde pequeño, quién está
despierto a esas horas, y haciendo qué. Me paraba a coger aire al lado de paredes
llenas de grafitis o vallas oxidadas, sintiendo los olores de los polígonos
industriales: ese olor a yeso, a asfalto, al agua estancada a veces cerca de
alguna fábrica abandonada. De noche y en aquellos lugares, la ciudad era otra:
se revertía, cambiaba.
A
veces me encontraba a gente, por supuesto. Guardias en cambio de turno,
trabajadores. También putas que me saludaban de lejos y puteros con sus coches,
merodeando por aquellos parajes a esas horas. Apunté mentalmente los lugares donde
solían ponerse, para eludirlos. Algunas
fábricas trabajaban de noche. Éstas también las evitaba, pues las luces, el
ruido o algún trabajador echándose ese pitillo en su descanso de las 4:30 me
jodía mi burbuja de romántica decadencia industrial, de mundo nocturno
abandonado en el que me había sumergido.
Había
varios polígonos por toda la ciudad, como decía antes. Cada noche variaba mis
rutas, intentando no llegar a conocérmelos todos del todo, dejando siempre
alguna esquina sin doblar, alguna recta sin alcanzar su final, alguna calzada
de infinitos carriles sin atravesar. Siempre he pensado que la magia de los
sitios se pierde cuando los conoces a fondo. De pequeño, me enamoraba de las
grandes ciudades, incluso de la mía. Salías del barrio y siempre descubrías
algo, o te perdías; y ahí reside la magia: en descubrir, en aventurarte, en
perderte y encontrar sitios que, de otra manera, no habrías descubierto. Luego
creces, vives, tienes un colega de esa calle, o una novia del barrio de allá.
Empiezas a ir a los sitios por rutina, o conoces de pasada, y se pierde la
magia. Esa magia que, en los polígonos por los que yo me movía, pretendía
mantenerla y alargarla en el tiempo todo lo posible.
Un
día me tuve que parar. Había estado aumentando el ritmo, casi sin darme cuenta,
y al subir a una acera de un salto tropecé, cayendo con la rodilla. Me hice un
daño tremendo, con una herida un poco fea que a la larga resultó ser aparatosa
pero poco profunda. Aun así me senté, cojeando. Estaba muy lejos de casa. Me
palpé la herida a través del pantalón, sintiendo el escozor. Siseé con los
dientes. Mierda.
Unos
pasos detrás de mí me sobresaltaron en la oscuridad. Estaba entre dos farolas,
con una fábrica de harinas abandonada hacía siglos a mi espalda y un descampado
de hierba seca, basura industrial y charcos de mal color que abarcaría siete
campos de fútbol enfrente de mí. Me volví, inquieto. Una figura delgada,
encapuchada, salía por una de las destrozadas ventanas de la fábrica de
harinas.
-
¡Eh! ¿Estás bien? -me dijo con voz algo aguda.
No
supe cómo reaccionar. En mis salidas nocturnas no me solía cruzar con nadie, y
si lo hacía no hablaba, me cambiaba de acera o de dirección. Mi ‘yo’ nocturno
era incapaz de socializar de la misma manera que mi ‘yo’ diurno. Balbuceé
alguna incoherencia.
-
Te he visto caerte. ¿Es grave? Venga, seguro que no es para tanto.
El
tipo llegó hasta mí. Fui a decirle que estaba bien, pero mi voz se apagó cuando
descubrí que, bajo la capucha, llevaba un pasamontañas. ¿Quién diablos lleva un
pasamontañas y va encapuchado en un polígono industrial a las cuatro de la
madrugada, un miércoles?
El
tipo debió ver mi cara de horror, porque se carcajeó suavemente.
-
Tranquilo, tío, que no te voy a hacer nada -dijo, echándose la capucha hacia
atrás y quitándose el pasamontañas.
Resulta
que no era un tipo, si no una tipa. Tenía el pelo negro echado hacia un lado,
bastante corto, y unos ojos claros de mirada penetrante. Me recordó muchísimo a la actriz Ruby Rose. Aparte de la
sudadera negra, llevaba unos vaqueros negros ajustados y unas zapatillas de
correr, también negras. Tenía constitución de atleta, delgada pero eléctrica,
con pinta de que podía salir disparada o pegar un salto enorme de un momento a
otro. Al hombro llevaba una mochila negra que hacía ruido de tintineo cada vez
que la movía.
- ¿… grafiti? -fue lo primero que le dije.
Se
sentó a mi lado, y después de echar un vistazo a mi rodilla (“eso con un poco
de Betadine se te pasa”) me contó su historia. La noche nos daba una intimidad
extraña, agradable, a pesar de encontrarnos en plena calle, con cientos de
pabellones y larguísimas avenidas en kilómetros a la redonda. La joven tenía un
tono duro y directo, de barrio, que contrastaba con la voz dulce que le salía
justo después de reír.
-
Empecé hace unos años con esto del grafiti. Para mí es como terapia. Me gusta
pintar y eso, sabes, pero no es solo por eso. Es la adrenalina de que no te
pillen, el dejar tu marca, tatuar la ciudad. Y es la noche, también. No lo
haría si fuera legal y pudiera hacerse a la luz del día. Tiene ese algo, como
de misión especial, el salir de madrugada, vestida de negro para que no te
vean, dejar tu marca y volver a casa sin que te pillen. Tener algún pique con
algún grafitero, que te joda escribiendo encima de tu ‘tag’ o de alguna de tus
piezas, devolvérsela. Ganarte el respeto.
Me
sentí tremendamente identificado con aquella descripción de sus andanzas
nocturnas. Bien es cierto que mis carreras no eran ilegales; pero esa descripción,
ese sentimiento furtivo, se me ajustaba como un guante.
-
Pero… yo no conozco… -murmuré, arrepentiéndome por mi torpeza al no saber cómo
plantear la pregunta.
La
muchacha volvió a reír.
-
¿Creías que no había tías grafiteras, es eso? Pues te sorprenderías mucho, tío.
- No, bueno… no quería expresarlo así… la verdad es que no tengo ni puta idea del mundo este de las pintadas.
-
Es normal. Para la mayoría, nuestras piezas son invisibles. Como mucho te jode
ver alguna firma en sitios como la pared de tu casa, pero salvo excepciones, la
gente ignora este mundillo. Es lo que lo hace un submundo.
-
‘Underground’ -dije, sintiéndome un poco idiota por usar un tono que pretendía
ser joven y callejero.
-
Exacto -dijo la joven, riendo.
-
Y, ¿qué haces aquí? ¿Estabas pintando dentro de esa fábrica abandonada…?
-
Bueno, sí, estaba ensayando un poco. Tengo pensado ir a paredes más visibles,
pero estoy probando colores, formas. Quiero darle un poco de vida a mis piezas,
algo de variedad. En esta fábrica puedo hacerlo tranquila, y luego me voy a
sitios más arriesgados.
-
¿Puedo verlo? -pregunté.
-
Claro.
Me
guió al interior de la fábrica, con la ayuda de una linterna. Apenas quedaban
las paredes en pie. Todo eran cascotes y yeso roto, algunos cristales
reventados aquí y allá, varas de hierro, olor a podredumbre. Las escaleras que
subían a los pisos superiores estaban tapiadas a media altura. Nos dirigimos a
una zona espaciosa, un enorme atrio que parecía haber albergado enormes
máquinas, a juzgar por los agujeros y las marcas del polvoriento suelo. El
lugar estaba repleto de grafitis de todos los colores. La chica me señaló uno
enorme, a medio pintar. Unas líneas negras, redondas y esponjosas, formaban la
palabra “GLOM”.
-
¿Me ayudas a acabarlo?
Me
sorprendí.
-
¿Yo? Pero si no pinto nada desde el parvulario.
-
Nunca es tarde, tío. Yo hago las líneas y tú metes el relleno.
Nos
pusimos a ello. Me dio un espray y me dijo cómo proceder. A pesar de estar
metidos en una fábrica abandonada, sentí un subidón de adrenalina, con el
corazón palpitándome en el pecho, como si en cualquier momento un grupo de los
SWAT pudiera echar la puerta abajo, apuntándonos con sus armas. El subidón me pareció excitante, genial.
-
¡Eh, no lo haces mal! -me dijo la chica, sonriendo.
Glom
(la llamé así a partir de entonces) terminó la pieza, añadiéndole unas burbujas
azules alrededor del nombre y pompas verdes, como si fueran tóxicas.
-
Joder, eres una artista -dije, admirado. La pieza era brutal.
Salimos
de la fábrica y me animé a trotar un poco para probar las piernas. El dolor era
ya solo un pequeño escozor. Glom se vino un rato conmigo. Me aconsejó sobre
zapatillas (“tienes que pillarte unas buenas, tío, con eso vas a acabar
jodiéndote las rodillas”) y me dijo cómo mejorar mi postura para evitar dolores
de espalda mientras corría. Se ve que había tenido que salir pitando más de
una vez para que la policía no la pillara, y se mantenía en forma. Se despidió
de mí en una enorme rotonda donde habría cabido entero un bloque de doce pisos.
-
¡Ya nos veremos, corredor nocturno! ¡Ahora ya sabrás por donde me muevo al ver
mis firmas! -me dijo, ya lejos, volviendo a bajarse el pasamontañas, en busca
de paredes donde dejar su arte. Le hice un gesto de adiós con la mano que ya no
vio. Y seguí corriendo.
Eso
es lo que hago: corro de madrugada. Pero no para dar un paseíto, o despejarme.
Corro porque este es ya mi mundo, porque esto es lo que hago, lo que me hace
sentir que vivo. Lo que me hace sentir que no soy un consumidor más, como lo he
sido toda la vida, buscando cosas que creía querer y necesitar. Lo hago porque
saca de mí lo más primitivo, algo que no nace de la cabeza ni del corazón; algo
que me sale del alma, porque no puedo expresarlo con palabras. Corro por la
noche, por polígonos industriales alejados de la población, alejado de las
calles donde la gente duerme, donde la gente sale de fiesta, donde la gente
consume y cree vivir. Algunos lo harán, por supuesto; viven y se adaptan a este
sistema de consumo, de gasta y gana, de ‘lo que hoy es nuevo mañana ya está
obsoleto’, pero yo ya no. Yo ya solo corro, como Forrest Gump cuando decide echar
a correr hasta el final de su calle, sin motivo, y tres años después, tras recorrerse
Estados Unidos de parte a parte varias veces, con el pelo y la barba sin ver
tijera en todo aquel tiempo, decide darse la vuelta. Corro por el mismo motivo
que lo hacía él: “I just felt like running”. No necesito motivo, no necesito
ganas ni canciones motivadoras. Ni siquiera necesito ropa o zapatillas de corredor, aunque
haya hecho caso a Glom y ahora sienta que mis pisadas son amortiguadas y no me
duelen tanto las rodillas. Corro en la oscuridad oliendo el asfalto, doblando
esquinas oscuras, tocando con mis nudillos farolas al pasar que hacen un sonido
metálico que suena como el nombre de mi nueva amiga grafitera. Esprinto por
calzadas vacías, haciendo eses de un lado a otro, cubriendo cuatro carriles en
una carrera desenfrenada a ninguna parte. Resoplo por aceras que parecen nuevas
por los pocos pies que las han pisado, viendo el vaho que sale de mi boca a la
luz anaranjada de esas farolas en forma de anzuelo que hacen un sonido de
enjambre de abejas cuando te acercas a ellas. Corro a un ritmo a veces patético, que si lo pusiera a
prueba en una carrera tal vez fuera el hazmerreír de corredores experimentados.
Corro despacio, corro cojo, a veces corro bien, erguido, subiendo las rodillas
y ayudándome con los brazos. Corro porque me libera, aunque no sé de qué. O sí.
A
veces me paro en rotondas de hierba mullida, sentándome como un monje tibetano
mirando las luces de la ciudad o la oscuridad de las montañas que se adivinan
al otro lado, a veces bajo un cielo estrellado y otras, la mayoría, viendo el
efecto de la contaminación lumínica que me hace sentir como si estuviéramos
todos metidos en una enorme cúpula rojiza de la que no podríamos salir. Y eso me hace
pensar que, detrás de tanta paz mental que me generan mis carreras nocturnas,
tal vez haya un motivo. Que en realidad corro para escapar, de todo y de todos.
Y que, aunque cada mañana me tenga que vestir para ir al trabajo y cumplir mi
rutina, siempre me quedará la noche para huir.
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