El
boxeo no es un juego. “You don’t play boxing”, dicen los ingleses y americanos.
Uno juega al fútbol, juega al béisbol, compite en
atletismo; pero no juegas a boxear. Decía F.X. Toole en su libro Million
Dollar Baby que “el boxeo es un acto antinatural, porque todo va al revés. Si
quieres desplazarte a la izquierda, no das un paso a la izquierda; cargas sobre
el pie derecho. Para desplazarte hacia la derecha usas el pie izquierdo. En vez
de huir del dolor como haría una persona cuerda, das un paso hacia él.”
La
gente que no conoce el boxeo tiende a pensar que es poco más que dos bestias
soltándose mamporrazos, un mundo turbio donde incluso los campeones acaban
sonados. Es mucho más que eso. Hay un universo en esa serie de movimientos
calculados, de entrenamientos repetitivos hasta la extenuación física y mental,
en esas peleas. Una ciencia exacta que puede llevar la mente de una persona a
una dimensión desconocida para sí misma. El boxeo te puede catapultar, pero
también te puede hundir.
El
boxeo te pone en tu sitio. Puedes haber entrenado de mil maneras, puedes ser el
tío más duro de la clase, o de tu barrio; puedes ser temible, incluso. Pero cuando
te subes al ring, todas las máscaras y disfraces se desvanecen. Ahí arriba eres
esencia pura, la pulpa del alma. Algo muy dentro de ti sale a la superficie;
por eso se dice que se boxea como se es. He visto auténticos abusones en la
vida real convertirse en ositos amorosos, que piden tiempo muerto a los pocos
segundos de que suene la campana. He visto cómo el chaval al que nadie hace
caso, el que no sobresale, el invisible de la clase, puede convertirse en un
torbellino de furia cuando se pone los guantes. A algunos pocos se les ve incluso
desde el principio, cuando los ves recibir golpes, órdenes del entrenador,
gritos, más golpes. Unos ojos obstinados, que siguen adelante a pesar de todo. Los
que van de duros no aguantan dos meses, pero esos otros sí. Esos son los
buenos.
Pero
el boxeo puede ser injusto a veces. Es un símil perfecto de la vida: un
despegue ilusionante cuando empiezas y tienes margen de mejora, decisiones
buenas o malas, suerte. Tesón, sacrificio, pasarlas canutas y seguir adelante,
o no. Está el caso de grandes boxeadores que no volvieron a ser lo mismo
después de una dura derrota. No se trata de calidad boxística, forma física o
técnica: pierden algo que no saben nombrar, algo que no vuelve. Un ejemplo podría
ser “The Prince” Nasheem Hamed: un boxeador con un talento extraordinario. Era tan
superior a sus rivales que se burlaba de ellos, cruzando los guantes a la
espalda y ofreciéndoles la cara a escasos centímetros. Bailaba a su alrededor,
cansándolos y haciéndolos fallar. Tenía un gancho al cuerpo demoledor, y unos
directos a la cabeza de una precisión imposible. Tuvo un récord de treinta y
pico victorias, sin una sola derrota, hasta que en su camino se cruzó el
mexicano Marco Antonio Barrera. Fue como ver chocar un tren contra una montaña
de piedra. Barrera lo boxeó, le hizo fallar y le devolvió cada provocación de
forma contundente, encajando y contraatacando, al estilo duro mexicano. Sin
aspavientos ni florituras. Hamed se retiró poco después.
Pero
también está el caso de los que no saben manejar su éxito. Mike Tyson, por
ejemplo, el peso pesado más temible que haya pisado la tierra. Pasó de ser un
boxeador al que todos rehuían, imparable, con una defensa impecable y un
contraataque brutal; pero tras la muerte de su entrenador y protector, Cus D’Amato,
nunca fue el mismo. Malas relaciones, una infancia pobre y durísima que explotó
cuando se vio con millones de dólares en las manos. Acabó perdiendo combates
que podría haber ganado si hubiera entrenado, centrado. Terminó en la cárcel,
donde él mismo dijo que su carrera acabó a pesar de varios retornos
posteriores. También está el caso de Tyson Fury, el rey gitano. Un peso pesado
inglés con una técnica exquisita, que ganó al campeón Klitschko en un combate
sensacional; pero después de aquello, cayó en una espiral de alcohol, depresión
y sobrepeso que le llevó a plantearse el suicidio. Supo rehacerse, y es campeón
del mundo en la actualidad.
Pero
no todo depende de cómo sea cada uno. El tipo de boxeo, la escuela, es
fundamental. No es comparable el estilo de los boxeadores ingleses, temibles
por su técnica, depuradísima tras décadas de perfeccionamiento, con el boxeo
cubano, por ejemplo: un estilo elegante, limpio y elástico, muy defensivo y
demoledor. En Europa del Este los hay como Iván Drago en la película de Rocky:
auténticos armarios con dinamita en sus puños; o más delgados y correosos, como
los españoles, con un aguante sobrenatural y un hambre de victoria capaz de sortear
cualquier obstáculo. Los norteamericanos son verdaderos prodigios de la
naturaleza, atletas de élite con cuerpos esculturales, veloces como serpientes.
Y también están los mexicanos: capaces de recibir auténticas palizas durante
once rounds, golpizas que llevarían al hospital a cualquier otro luchador, y
rehacerse en el último round, bajo una máscara de sangre y con ambos ojos casi
cerrados, para mandar a la lona al adversario. En el mundo del boxeo, nunca des
a un mexicano por derrotado.
Ahora
todo ha cambiado, a nivel profesional e incluso a nivel local. Antes, los
boxeadores, incluso los campeones, apenas tenían voz para elegir contra quién
iban a pelear: el contrincante era el que más se lo merecía, y para llegar a
disputar el título tenía que haber vencido muchos combates, siempre contra
competidores duros, hambrientos de victoria. La época de los setenta y ochenta
es buen ejemplo de ello: aquella división donde coincidieron Roberto “Manos de
Piedra” Durán, “Sugar” Ray Leonard, Thomas “Motor City Cobra” Hearns y “Marvelous”
Marvin Hagler, entre otros. Todos en su mejor momento. Las batallas fueron
épicas.
Hoy
en día, la mayoría juegan (quiero pensar que es así) limpio, aunque una gran
parte del deporte se ha intoxicado irremediablemente. Los boxeadores se retan a través de las redes
sociales, hacen vídeos mofándose de las derrotas de algún posible contrincante,
esperan a que sus adversarios se hagan viejos o tengan una lesión para aceptar
un combate. Muchas peleas se ganan ya en los despachos, entre managers y
promotores, discutiendo porcentajes, posibilidades y demás palabrería. Antes,
una bola de demolición como Hagler y un prodigio como Hearns eran citados sobre
el ring, sin mucha ceremonia y en su mejor momento, y peleaban ofreciendo un
espectáculo incomparable. Dándose la mano antes y después del combate, como
auténticos deportistas.
Esos
cambios también se han trasladado a la calle, a los gimnasios. Lo que antes
eran gimnasios pequeños, apenas unos pocos metros cuadrados con un ring, un par
de sacos y una pera, hoy son prodigios de la tecnología, ofreciendo variantes y
ramificaciones del boxeo a veces incomprensibles. Bien es cierto que la mayoría
se mantiene fiel a la vieja escuela: lo que importa es el contenido, el
entrenamiento, sin dar importancia al entorno. Pero en esta era de andar como
zombis mirando el móvil, hacerse 27 ‘selfies’ antes de entrenar, otros 43 después
(con la cara sudada, sí, pero el bíceps marcando o el culo en pompa), tatuarse
unos guantes de boxeo a la vista de todos o llevar una pegatina en el coche que
anuncie que cuidado, ojo, que boxeas y eres un peligro (aunque lleves entrenando apenas un mes), la esencia del boxeo se
pierde poco a poco. Se escurre entre los dedos como el agua de una fuente que
quieres llevarte a la boca y pierdes parte de ella por el camino. Se desvanece
entre cháchara, postureo y culto a la estética, potenciada por esos anuncios
que dan más importancia a la ropa que lleves que a lo que puedas aprender.
No
quiero parecer cascarrabias, lo siento. No voy por ahí. Solo siento pena por
aquellos que, con la miel en los labios, no se dejan a sí mismos apreciar la
magia del boxeo. No hace falta pelear para sentirla: solo el meter la mano en
esos guantes de cuero, de color azul, negro o rojo, clásicos. Esa sensación con
ellos al final de tus brazos, con los hombros relajados para ser más veloz y no
agarrotar los músculos. Esos golpes al saco, esa chispa de euforia cuando te
enseñan a mover la cadera y el culo, y sientes que tus golpes cobran vida y
ganan fuerza, y te preguntas cómo no lo habías sabido antes, si parece tan
fácil. Esa frustración intentando saltar bien a la comba medio minuto seguido,
sin conseguirlo, hasta que un día, sin previo aviso, llevas 6 minutos sin parar
y no te has dado cuenta. Ese momento en el que, por mucho que te lo hayan
repetido, tu mente ve la luz y comprendes que los pies son más importantes que
los brazos en este deporte. Y sobre todo, ese momento de miedo, casi pánico,
cuando te metes en un ring por primera vez para hacer un sparring. Esa vocecita
en tu cabeza que susurra que no vales, que estás haciendo el ridículo, que en
una pelea de verdad estarías vendido. Ese miedo que te hace taparte la cara a
pesar del casco, el bucal y los guantes de 18 onzas, casi cojines. Y esa
satisfacción que te embarga, tras el primer intercambio, al ver que no has
acabado en el suelo en los primeros segundos. Que, incluso, ¡es posible que
sobrevivas! Te mueves por el ring, rodeando a tu oponente, como si lo pisaras
por primera vez. Te sientes Muhammad Ali por un segundo, intentando no venirte
arriba. Tanteas a tu adversario con algún jab, esquivas cuando no tienes que
hacerlo, te comes algún golpe y lanzas los tuyos a ciegas, con los ojos
cerrados. Te envalentonas un poco. Suena la campana y te bajas pensando que
bueno, que ya pueden irse preparando Canelo, Mayweather y Fury, como poco,
porque llevas un mes entrenando y has sido capaz de aguantar un asalto sin
echar la pota ante un adversario tan paquete como tú.
La
magia del boxeo está en esos momentos. Está en el oponente que al final de un
combate te dice cómo tienes que mejorar tu jab, o celebra el crochet que le has
hecho tragarse. Está en el entrenador que, aunque no lo parezca, está viendo a
los que están guanteando en el ring, al chaval nuevo que intenta saltar a la
comba sin éxito y se cree invisible, a los que están de cháchara bajo el minutero
y además tiene un ojo y unas palabras para el machaca que se está dejando las
muñecas golpeando al saco, tratando de impresionar a los demás, cuando el mismo
saco le está dando una paliza a él. La magia del boxeo está en ese primer
puñetazo a la nariz que te comes y te lagrimean los ojos, o ese primer K.O. que
te llevas, cuando un golpe que no has visto venir te toca el mentón y apaga ese
interruptor que todos tenemos en la mandíbula. La magia del boxeo está en las
victorias, en las derrotas, en los entrenadores que ven más de lo que dicen, en
los que se quedaron sin carrera por una lesión, en los que se retiraron porque
les robaron combates. Está en las paredes de esos gimnasios de barrio, viejos,
y en esos sacos que han recibido más golpes que ningún otro objeto en el mundo.
La magia del boxeo está en ese olor a cuerno quemado que sale de los guantes
viejos muy usados. Está en las narices torcidas y las cejas abultadas, en los
ojos tristes y las miradas fieras. Y, sobre todo, la magia del boxeo está en el
hecho de que, aunque no hayas lanzado un puñetazo en tu vida, cuando te pones
unos guantes por primera vez, ya te sientes boxeador.
Sublime hermano!
ResponderEliminar¡Tú conoces bien esas sensaciones...! Gracias hermano.
EliminarCreo que habrás abierto los ojos a más de una/o, has dado en el clavo con la expiación, tendrán que dar a leer este artículo en la primera clase de cualquier gimnasio.
ResponderEliminarNo te imaginas la ilusión que me ha hecho leer este comentario...gracias, de verdad.
Eliminar