-
No me digas que no traes rueda de repuesto cuando subes a la sierra.
-
Pues así es.
-
No me fastidies.
-
Pues te fastidio.
Respiré
hondo, apartando la vista de la sonrisa de mi primo. Miré a lo lejos, la
extensión de sierra que nos separaba de la civilización. Serían, a ojo, unos
diez kilómetros de marcha. Con sus subidas y bajadas.
-
Pues no estoy en mi mejor momento de forma…
-
Nunca es tarde -me dijo mi primo, risueño y burlón -. Además, las yeguas te animarán
en la carrera.
Señalaba
la tropilla de caballos que nos miraba desde que habíamos accedido con el todoterreno
a la vaguada donde pacían.
-
Hay que llevarlas hasta el pabellón, y tiene que ser esta tarde. Calculo que, a
trote ligero, nos llevará hora y media o dos, si no se desvía ninguna.
-
¿Y vamos a dejar el Land Rover aquí? -pregunté, mirando alrededor. Se nos había
reventado la rueda delantera izquierda en mitad de la bajada. No había quedado
más remedio que bajar con ella pinchada, bache arriba bache abajo, hasta que
recuperamos la horizontal.
-
No pasa nada -repuso mi primo encogiéndose de hombros, mientras abría la puerta
del todoterreno -. Vendré mañana a por él con el Patrol de mi hermano.
Traeremos una rueda, se la ponemos, y todos a casa.
Disculpad
que no me haya presentado. Me llamo Fernando, aunque todos me llaman Nando.
Tengo 31 años y vivo en Vitoria. Mi vida, por mi trabajo, se desarrolla
prácticamente sin salir de la ciudad; si bien es cierto que, para desconectar,
a veces hago algún viaje con mi pareja, o alguna escapada a los montes de
alrededor: el Gorbea, el Aratz. Pero desde hace un tiempo he retomado la
relación con mis primos, los del pueblo. Viven en Oiardo, un pueblecito en el
municipio de Urkabustaiz, en Álava. Se encuentra en el noroeste del territorio
histórico, relativamente cerca de Vizcaya. No sé si llegará a los treinta
habitantes. Mis primos son tres, ganaderos, y los fines de semana, para salir
de mi rutina, intento echarles una mano: ordeñar a las ovejas, arreglar el
vallado de sus fincas o, como en este caso, llevar a las yeguas de la sierra al
pabellón. Contarlas, ver cómo están, etcétera. A veces no entiendo mucho lo que
hacemos, pero trabajamos en el campo, me da el sol en la cara y, sobre todo,
puedo admirar unos paisajes alucinantes.
La
mayoría de su trabajo, fuera del pabellón, se desarrolla en la sierra de Guibijo:
una extensión que me parecía interminable, llena de pastos, zonas de piedra y
lo que los lugareños llamaban loberas: vaguadas de mayor o menor tamaño, en
forma de embudo, donde antaño emboscaban y daban caza a los lobos. Esta sierra
colinda con la provincia de Burgos, y todavía se habla de que el lobo hace visitas
regulares, dependiendo de la época del año.
El
primo con el que he venido en el destartalado Land Rover se llama Gorka. Es unos
años más joven que yo, algo desgarbado, pero en una forma física que solo puede
alcanzar un ganadero: capaces de saltar una valla de espinas de un brinco,
correr detrás de una yegua que se escapa o levantar a hombros una oveja con la
pata rota. Le gusta pincharme de vez en cuando, con eso de que soy un urbanita,
pero sé que aprecia mi compañía. Bromeamos constantemente, trabajamos duro, y
nos montamos unas meriendas de bocata de chorizo mirando la puesta de sol
antológicas.
Pero
volviendo a la vaguada. Por allí andaba también Sua, la perra pastor belga de
mi primo. Se bajó con nosotros de un salto. Nos dirigimos hacia las yeguas.
Admiré esas altas grupas, los poderosos cuartos traseros, las potentes
mandíbulas y dientes con los que arrancaban hierbajos con un ‘cras cras’ que me
parecía extrañamente satisfactorio. La verdad es que nunca he tenido mucha idea
de animales ni del entorno rural. No sabría nombrar más que uno o dos tipos de
árbol, por ejemplo. Pero creo que en lo de apreciar el entorno gano muchos
puntos.
-
Bueno, pues habrá que ponerse en marcha antes de que anochezca -dijo mi primo
-. Mira, haremos lo siguiente. Las azuzo ahora un poco, para que suban el
terraplén aquel -me señaló la cuesta por la que habíamos bajado con el
todoterreno -. Sua irá por detrás, tú por la derecha del grupo y yo por la
izquierda. No te acerques mucho a ellas; que vayan tranquilas. No correrán
mucho, pero no quiero que vayan al paso. A trote ligero llegaremos bien y no
nos agotaremos. Si alguna se escapa, yo la sigo con Sua, y tú te mantienes con
el grupo. Ellas se saben el camino.
-
Menos mal, porque yo no… -dije, un poco nervioso.
Mi
primo sonreía.
-
Tranquilo, no creo que ninguna se escape y tengas que quedarte solo -más
adelante recordaría estas palabras -. Pero enseguida llegaremos a ver el salto
del Nervión, así que, desde allí, ya sabes: siempre dejándolo a tu izquierda.
-
Entendido.
-
Pues al lío.
Me
coloqué un poco a la derecha del grupo, calentando los tobillos. Gorka dio una
orden seca a Sua, que se colocó detrás y soltó un ladrido. Poco más hizo falta
para que las yeguas se pusieran en marcha. Mi primo usaba un lenguaje muy
particular para azuzarlas: subía y bajaba el palo, silbaba quedo en tonos
cortos que alternaba con siseos y gritos de “¡Sssaah! ¡Sssaah!”. Podría
presentarse a un campeonato de beatbox, el tío.
Comenzamos
a trotar. A mitad de la cuesta (no era corta) yo ya iba resoplando como un
búfalo; pero al hacer cima y recuperar un poco, fui cogiendo ritmo. Vaya, que
empecé a sentirme bien. Ligero. La sierra de Guibijo se extendía ante nosotros,
vasta, sin atisbo de civilización por ninguno de los cuatro puntos cardinales.
La hierba en esta zona era escasa, y el suelo era en su mayoría una maraña de
arbustos que crecían robustos y había que sortear. Así que mi mirada y mis
sentidos iban una a las yeguas, una al suelo, alternando. El trote uniforme,
esquivando, saltando y rodeando zonas de más vegetación me mantenía activos los
sentidos. Me di cuenta también, en un pensamiento fugaz al que no di
importancia, que no veía ni un solo árbol en kilómetros a la redonda. Parecían
las llanuras del Serengueti, me decía a mí mismo, pero sin depredadores. Pobre
iluso.
-
¡Oye, Gorka! -grité para hacerme oír por encima del grupo de yeguas.
-
¡Qué te pasa! ¿Ya te has cansado, o qué?
-
No ha llegado todavía el día en el que me veas desfallecer, piltrafilla
-teníamos que comunicarnos a gritos -. Una duda que tengo… ¿tu hermano ha
subido las ovejas a la sierra?
-
Pues no estoy seguro… ¿tienes miedo de que nos crucemos con los mastines?
-
Hombre… ¡preferiría evitarlo!
Oí
las carcajadas de mi primo.
-
¡No te preocupes! Si vas conmigo no te pasará nada. En cuanto me ven, esos
monstruos se convierten en ositos amorosos…
-
¡Te tomo la palabra!
Era
un miedo muy común entre los montañeros que se aventuraban por la zona. Los
rebaños de ovejas iban siempre bien escoltados por cuatro o cincos mastines:
unos perrazos enormes, guardianes, cuya función era enfrentarse al lobo y proteger
al rebaño. Aunque, desgraciadamente, a veces se extralimitaban en sus
funciones: intimidaban o llegaban incluso a atacar a los viajeros que se
acercaban demasiado a las ovejas. Era un problema al que mis primos tenían que
enfrentarse de forma recurrente. Si los ponían, podía haber sustos; si los
quitaban, el lobo podía hacerles una escabechina con las ovejas. Uno más de los
ya numerosos dilemas a los que se enfrentaban los trabajadores del mundo rural,
y por el que eran constantemente señalados.
Llevábamos
ya un rato trotando. Yo me sentía Tarzán, corriendo por la selva entre monos. Alcanzamos
la cima de una pequeña loma, y por fin pude vislumbrar, a lo lejos, el
acantilado del salto del Nervión. Es un lugar impresionante. Puedes ir paseando
por la sierra, entre campos y arbustos, y de repente te ves ante un agujero
enorme, inabarcable, y te encuentras en lo alto de un barranco de cientos de
metros. Los buitres vuelan por debajo de ti y, si es invierno, se puede ver el
agua del Nervión caer al abismo. Desde hace años hay incluso una plataforma,
donde puedes apreciar (si no tienes vértigo como yo) todo el lugar: el barranco
se abre literalmente a tus pies. Es un lugar mágico.
Nos
dirigíamos hacia allí, yo perdido en mis ensoñaciones sobre la sierra, cuando
un grito de mi primo me alertó. Una de las yeguas, con su potrilla, se había
quedado atrás y, asustadas o sin ganas de seguir al grupo, habían virado
bruscamente a la izquierda, separándose del grupo. Gorka intentó hacerlas
volver con su elaborado lenguaje caballuno, pero fue en vano. La yegua y la
potra se alejaban, cabalgando. Gorka llamó a Sua y fue tras ellas, corriendo a
ritmo vivo.
-
¡Sigue con el grupo! ¡Todo recto hasta que llegues al pueblo de Unza! ¡Espérame
allí en el bebedero! -me gritó desde lejos.
Intenté
serenarme después del ajetreo. Me coloqué detrás del grupo de yeguas. Me
asaltaron muchas dudas: qué pasaría si ahora otra yegua se escapaba del grupo,
qué pasaba si se me desviaban todas a la vez, qué hacer si esto, si lo otro.
Respiré hondo en la medida de lo posible (llevaba ya corriendo un buen rato):
intentaría seguir como estaba. Si alguna se dispersaba, me quedaría con el
grueso del grupo. Ya la cogeríamos cuando fuera. Ahora lo importante era
continuar, y no había motivo para alarmarse. Las yeguas continuaban camino, al
trote.
Un
pequeño tropiezo con un arbusto me hizo mirar mis botas, y me di cuenta de que
llevaba un cordón suelto. Estábamos en una zona en la que, con el acantilado a
la izquierda, la vegetación de arbustos había crecido en cantidad: apenas había
camino, y tenía que dar rodeos cada vez más grandes para seguir en la misma
dirección. Me agaché a atarme los cordones, tranquilo. Con un pequeño arreón
volvería a situarme en retaguardia de las yeguas. Admiré el lugar donde me
encontraba. Ni un alma que no fuera animal a la vista. El sol se acercaba al
horizonte poco a poco. Qué privilegio.
Me
erguí de nuevo, buscando a las yeguas. Vaya, sí que habían corrido. Me dispuse
a correr cuando algo que advertí por el rabillo del ojo me frenó en seco. Me
giré. Era una oveja. Miré a mi alrededor. Eran bastantes ovejas. La
altura de los arbustos no me había dejado verlas antes, pero ahora no había
duda. Estaba justo en medio del rebaño.
“Mierda”.
Oí
el ladrido antes de ver su procedencia. Se me disparó el corazón. En aquella
zona, donde hay rebaño, hay mastines. Suelen estar tumbados todo el día,
repanchingados al sol, en el centro o en la periferia del rebaño. A su gusto.
Aquella vez tuve suerte, y estaban fuera cuando me vieron. Vi alzarse tres
cabezas perrunas, enormes, antes de salir disparado en dirección contraria,
dejando el acantilado a mi espalda. No me giré para ver lo que hacían, pero no
me hizo falta. Sus ansiosos ladridos y el sonido de sus patazas a la carrera no
me dejaron ninguna duda. Venían a por mí.
Corrí
con ese motor propulsor que solo te da el miedo. Corrí de tal manera que, de
haberme visto alguien, me habría bautizado como el Usain Bolt de la sierra de Guibijo.
Esprinté como nunca, saltando, apartando y pisoteando arbustos, entrando por la
mitad de ellos a veces, pinchándome y enganchándome con espinas, rosales y
hojas afiladas. Me daba igual. No pensaba frenar, aunque me fuera la vida en
ello. Qué diablos, ¡me iba la vida en ello!
Alcé
un poco la vista, buscando algo, lo que fuera, que me hiciera de refugio o me
permitiera defenderme. Nada. Llanura y arbustos hasta donde alcanzaba la vista.
Solo un quejumbroso tronco gris, víctima de algún rayo o incendio hace años, se
me presentaba como única opción, a unos cien metros. Me dirigí hacia él como un
disparo, haciendo caso omiso de mis pulmones, que pedían clemencia. No las
tenía todas conmigo; dudaba mucho que los mastines corrieran menos que yo, un
oficinista que se pasaba ocho horas sentado frente a un ordenador, y cuyo único
entrenamiento solía consistir en una ligera carrera de media hora, tres días
por semana. Pero no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Corrí, esprinté, me
dejé el aliento, las piernas y parte de la piel sin mirar atrás y,
milagrosamente, llegué al escuchimizado tronco con los perros (eran cuatro los
que me seguían) pisándome los talones.
Mi
salvador tronco medía apenas tres metros, tenía una sola rama por la mitad y todavía
me pregunto qué tipo de árbol se mantiene en un paraje como aquel, solo en
kilómetros a la redonda. Escalé como pude, rompiendo la única rama que le
quedaba, y me desgarré los antebrazos tratando de alcanzar el punto más alto.
La corteza estaba seca y cortaba. Me agarré con las manos a la parte más alta y
encogí los pies cual chimpancé que se agarra al cuello de su madre. Los
mastines no me llegaron por centímetros. Uno me llegó a rozar con los dientes la
pernera del pantalón mientras trepaba al árbol. No hicieron muchos intentos de
subir por el tronco, la verdad. Prefirieron rodear el árbol y ladrarme
sonoramente. Uno, de pelaje blanco, era más grande que los demás; parecía el
líder. Dio una vuelta entera al tronco, con parsimonia, y volvió al punto inicial,
entre el rebaño y yo. Se estiró y, con un gruñido, se tumbó, sin perderme de
vista.
Intenté
rebajar un poco mis pulsaciones. El leño al que me aferraba me ofrecía un
refugio precario, pero era todo lo que tenía. Con el viento se movía. Recé para
que aguantase mi peso, porque si caía, ya no tenía fuerzas para más. La carrera
me había dejado completamente agotado: había ido más allá de mis fuerzas. Hice
inventario: tenía el pantalón hecho jirones, arañazos en rodillas y brazos y me
picaba absolutamente todo el cuerpo. Seguro que alguna garrapata se había unido
al viaje conmigo, cuando atravesaba alguno de esos enormes arbustos.
Pasó
un rato y fui respirando más pausadamente, poco a poco, recobrando el aliento.
Los mastines, a los pocos minutos, se habían tumbado alrededor del árbol. Uno
de ellos roncaba. “Vosotros tampoco sois mucho de correr, ¿eh?” pensaba, entre
aliviado y aterrado. Poco a poco dejé de sudar y pude recobrar algo de
serenidad. Miré a mi alrededor.
El
sol alcanzaba ya casi el horizonte, dotando al cielo de un color naranja
intenso, con pinceladas de nubes blancas, esponjosas, aquí y allá. Era
asombroso. Tenía ante mí un cuadro alucinante, con el barranco, el salto del
Nervión y la puesta de sol. Hasta las ovejas parecían absortas con aquella
visión. Advertí que todavía quedaba un mastín entre el rebaño y me maravillé, a
pesar del miedo, de esa forma de guardar las ovejas que tenían esos animales.
Cuatro a por la amenaza; uno con el rebaño, por si acaso. Asumí que era así
como actuaban contra el lobo, ya que éste es conocido por su astucia y utilizar
a miembros de su manada como cebo, para engañar a los guardianes.
Pasó
otro rato de quietud, de silencio apenas roto por algún cencerro y el canto del
algún pájaro solitario. No llevaba reloj (nunca lo llevo cuando voy a Oiardo),
pero calculé que llevaba allí una hora y media, por lo menos. Pude apreciar la
puesta de sol completa, centímetro a centímetro, y cómo el halo naranja se
quedaba conmigo un rato más. La luz del día parecía no tener prisa en irse;
cosa que agradecí mucho, ya que me daba una perspectiva de toda la sierra, por
si aparecía alguien, para pedir ayuda. Pero no parecía que aquello fuera a
pasar. Maldije a mi primo, a sus yeguas y a todo lo que se meneaba por allí.
Maldita sea, quién me mandaba a mí meterme en ese berenjenal. Verás la reacción
de Rosa, mi pareja, cuando se entere de lo cerca que he estado de que me pegara
un bocado una de esas bestias. Si es que consigo salir vivo de ésta. Que para
qué te la vas a jugar allí, si hay mastines, me diría. Quédate en el pabellón,
que tu otro primo no se la juega tanto y es más serio. En fin. Razón no le
falta.
Ya
me veía pasando la noche encaramado a mi raquítico tronco, cuando tres de los
mastines (menos el blanco) se levantaron al unísono. Uno de ellos empezó a
aullar, ronco, y pronto se le unieron los otros dos y el que estaba entre las
ovejas. Solo el blanco callaba, mirándome con sus ojos tristes. Yo no entendía
nada. ¿No estarán llamando a más mastines, no? ¿O es que se acercaban los
lobos? La luz del día ya desaparecía. Mierda, ¿qué pasa?
Unos
bocinazos me hicieron girar la cabeza. Un coche todoterreno, diminuto por la
distancia, apareció a lo lejos: iba dando las largas y bocinazos para anunciar
su llegada. Venía por donde habían desaparecido las yeguas, camino del pueblo.
Hice gestos con la mano, cual náufrago que lleva años en una isla desierta y
avista un barco en la lejanía. El tronco crujió, avisando. Volví a pararme
quieto.
-
¡¡Aquí!! ¡¡Estoy aquí!! -grité con toda la fuerza de mis pulmones.
Por
fin pude ver, con la poca luz que quedaba, el coche que se acercaba. Era el
Patrol de mi otro primo, Eneko, el dueño del rebaño y los mastines. ¡Estaba
salvado! ¡No iba a pasar toda la noche allí! ¡No iban a comerme los mastines!
Los
perros corrieron hacia el coche. El todoterreno se acercó, con ellos danzando
alrededor, alegres, hasta que se paró a escasos metros del tronco en el que me
hallaba. Por la puerta del conductor salió Eneko; por la del copiloto, Gorka.
Hubo un momento de silencio mientras me miraban, se miraban y me volvían a mirar.
De repente estallaron en carcajadas.
-
Pero, ¿qué haces ahí, hombre de Dios? ¿Me vigilas a las ovejas? -me dijo Eneko,
acercándose para ayudarme a bajar. Me bajé como pude de mi leño protector, al
que llevaré en mi corazón toda la vida. Todavía me temblaban las piernas por la
carrera y el rato encaramado al tronco. Gorka, pasada la broma inicial, casi me
alzó en brazos y me llevó al coche.
-
Tranqui, estoy bien.
-
Ya lo sé, primo. Perdóname por dejarte solo. Las yeguas han dado un rodeo de la
leche, casi las pierdo.
-
No pasa nada, no he visto al rebaño hasta que me he metido en él.
-
No tenía que haberme ido.
Sua,
en el coche, me recibió con un lametón en la cara. Les conté lo que me había
pasado, con todo detalle.
-
¿Estás bien? ¿Tienes algo, aparte del susto? -me preguntó Eneko, analizándome
con sus ojos oscuros y su acento de alavés de pueblo, seco.
-
Creo que no -dije, palpándome por todos lados. El temblor se me fue pasando. Me
dejaron una gruesa chaqueta y me cambié la camiseta, que había empapado con el
sudor y ahora me estaba enfriando, con la llegada de la noche. Fue en ese
momento, ya en el coche y viendo cómo mis primos daban de comer a los mastines,
cuando fui consciente del verdadero miedo que había pasado. Los vi contar a las
ovejas mientras me echaban vistazos de vez en cuando. Al rato, Eneko silbó para
reunir a los perros. Llamó al de pelaje blanco, el más grande de ellos, y lo
atrajo hacia mí.
-
Nando, este es Txiki. Txiki, te presento a Nando. Le has metido un susto de
muerte al chaval. Pídele perdón, anda.
El
animal me olisqueó por todos lados, y tras un momento de desconcierto, con su
enorme cabeza a pocos centímetros de mi pierna, empezó a lamerme las heridas.
No pude aguantarme más. Reí, quedo al principio y a carcajada limpia después,
acariciando el cabezón de aquel animal que me había hecho pensar en mi cuerpo
siendo despedazado.
-
Sin desmerecer la carrera que te has pegado y el miedo que has pasado, te
aseguro que estos peludos bobalicones no te habrían comido vivo. Sí, sé que es
difícil de creer – Eneko hizo un gesto apaciguador con las manos ante mis
gestos de contrariedad -, y yo en tu lugar habría hecho lo mismo. Pero solo te
habrían dado un susto. Ha pasado más veces. No digo que no sean peligrosos;
pero mientras Txiki esté en el grupo, los demás no se descontrolan. Tal vez te
habrían mordido un poco los tobillos, como a aquel ciclista hace un mes, pero
habrían parado cuando te alejases del rebaño.
-
Yo tampoco me habría fiado -dijo Gorka mientras acariciaba a uno de ellos, que
le mordisqueaba la mano, juguetón.
Me
levanté y di unos pasos. Dos de los mastines se acercaron. Los toqué, titubeante,
pero ya no había rastro de rencor. Jugué un poco con ellos. Pronto nos montamos
en el Patrol, mis primos delante y yo detrás, con Sua. Mientras nos dirigíamos
al pueblo, ya de noche, miré a mi izquierda. Los últimos vestigios del cielo
naranja morían en la oscuridad de una noche estrellada, sin apenas nubes. Me di
cuenta del espectáculo del que fui testigo aquella tarde. El susto me lo
llevaba, sin duda; pero la visión del acantilado, el cielo y la puesta de sol,
solo y encaramado a aquella atalaya privilegiada, no me abandonaría hasta el
final de mis días.
-
Eh, Gorka -mi primo se giró desde el asiento del copiloto, con su sonrisilla -.
La próxima vez, yo sigo a las yeguas que se escapen. Y hoy, tú invitas a las
cervezas.
Sua
me dio la razón con un ladrido.
Comentarios
Publicar un comentario