Los
montañeros veteranos que lo conocían decían que medía más de dos metros, que
contaba más de cien años y que llevaba habitando en su refugio del Gorbea desde
antes de la guerra. Hablaban de él con una sonrisa en la boca, narrando
anécdotas inverosímiles, como aquella vez en la que había rescatado a un grupo
que se había perdido en la ventisca, o la vez que escaló una pared de roca viva
a pelo, sin seguridad, para ayudar a una cabrita que estaba a punto de
despeñarse. Se contaba que era amigo de todos los animales que habitaban aquel
paraje, que hablaba con ellos y con los árboles. Unos decían que nunca bajaba
de la montaña, que solo hablaba en euskera y que, si se enfadaba, podía hacer
que cayesen rayos y lluvias torrenciales desde el cielo. Las razones de su
enfado, repetidas hasta la saciedad por las abuelas de la zona a sus nietos,
eran siempre las mismas: ensuciar el monte. “No tiréis basura en el monte, o
Álex Zuhaitz se enfadará”.
Otros,
con menos épica en sus narraciones, daban una imagen más realista de Álex. Una
pareja de conocidos corredores de montaña lo conocieron en plena competición,
de madrugada, cuando uno de ellos se lesionó de gravedad el tobillo bajando por
la ladera vizcaína. Llovía muchísimo, se echaba la niebla y no tenían batería en el teléfono para avisar al equipo de rescate. Ya se veían perdidos, doloridos y esperando a
que llegase el amanecer tiritando de frío, cuando de entre la niebla surgió la
figura de un hombre sonriente, seguido de un border collie que trotaba alegre a
su lado. La lluvia y la intempestiva hora en mitad de la montaña no varió la
mueca risueña del hombre, que se apoyó en el bastón de madera que llevaba,
palpando la hierba calada con sus viejas alpargatas. “¿Os echo una mano?”, les
preguntó en euskera, en el mismo tono de quien saluda a un conocido en la
panadería. En cosa de cinco minutos fabricó una rudimentaria camilla con unas
cuantas ramas y las mochilas de los corredores, y entre el compañero del
lesionado y Álex consiguieron transportarlo a lugar seguro en medio de la tormentosa
noche.
Tuve ocasión de conocerlo cuando yo apenas era un mocoso que no levantaba dos palmos del suelo. Aquel verano yo contaba ocho años recién cumplidos y las vacaciones estivales se me antojaban infinitas, con interminables tardes de piscina con los amigos o peripecias varias, entre las que se contaban la construcción de una caseta que, en nuestras mentes al menos, iba a dejar el Guggenheim de Bilbao a la altura del betún. Eran veranos de andar por el monte con las bicis, tirarnos a las ortigas como auténticos imbéciles y hacer guerras de mierdas secas de caballo, a falta de las bolas de nieve que llegarían en cuestión de meses. Fue ese verano en concreto cuando subí con mis primos al Gorbea por la parte de Vizcaya, pensando en pasar un par de noches en un refugio que había cerca de la cima. Iba acompañado de mis dos primos mayores y un veterano montañero del pueblo, Bruno, un tipo bonachón con piernas como pilares romanos y mirada de mastín que se conocía los montes de la región como si los hubiera tallado con sus propias manos.
Empezamos
a ascender aquel monte que, a pesar de mi corta edad, ya había subido varias
veces, aunque nunca por aquella zona. Aquella montaña que se veía desde el
pueblo, con la cruz que lo coronaba que se entreveía, minúscula, si
entrecerrabas los ojos. Pronto vi que mis piernas, más cortas que las de los
demás, me rezagaban. No podía seguirles el ritmo. Mis primos iban delante,
parloteando, pero Bruno se quedó conmigo, haciendo como que a él también le
costaba subir. “Un descansito, chaval”, me decía, apoyándose en un bastón que
parecía la vara de Gandalf. Allí supe por primera vez lo que era el vértigo, ya
que hubo un momento en el que el estrecho camino por el que avanzábamos se veía
limitado, a un lado, por una pared de piedra que ascendía hacia el cielo y, por
el otro, por un acantilado desde el que apenas se definían las carreteras o
casas de allá abajo. A medida que subíamos, el cielo nuboso nos engulló por un
momento, como si una niebla espesa como el algodón nos rodease por todos lados.
-
Mirad bien dónde pisáis, que tenemos el barranco a pocos metros -nos recordaba
Bruno cada dos por tres.
Tras
media hora de avanzar a ciegas, las nubes quedaron a nuestros pies, dando paso
a un cielo azul y un sol de justicia que iluminaba el camino de gravilla y las
verdísimas campas, allá arriba. Nos paramos a ver las nubes que quedaban bajo
nosotros, en forma de gigantescas colchonetas blancas, tapando la caída que
hasta hace unos momentos nos brindaba el barranco a nuestra izquierda. Yo
pensaba que ya no corríamos peligro, imaginando que las nubes pararían nuestra
caída; el riesgo ya había pasado. Pero uno de mis primos, el más mayor, me sacó
de aquel error:
-
Mejor no lo pruebes, yo creo que son de aire y no frenan la caída. Te
estamparías más o menos en el parking donde hemos aparcado -me decía. Asentí
como si ya lo supiera.
Sería
la hora de comer cuando nos desviamos un poco del camino que seguían todos los
montañeros que iban a la cima. Nos adentramos por una arboleda, siguiendo un
sendero que nos condujo a un refugio de montaña: una casa de piedra, vieja pero
sólida, que se encontraba en un pequeño claro, con una pared de piedra vertical
a unos cientos de metros tras ella y un riachuelo que pasaba junto a una de las
paredes del lugar.
-
Vais a conocer al Señor del Gorbea -nos anunció Bruno.
No
había nadie en el refugio. La vieja y pesada puerta de madera estaba abierta,
pero, aun así, tocamos la campana que había fuera. Nadie. Bruno nos dijo que
pasáramos y dejásemos las mochilas dentro. Lo hicimos y volvimos fuera,
sentándonos en un banco hecho a partir de un tronco seco, perfectamente cortado
y pulido, donde alguien había escrito con un cuchillo, en letras toscas pero
perfectamente legibles, “Alex Zuhaitz”.
-
¿Quiénes son estos alpinistas del Himalaya? -dijo una voz a nuestra espalda, en
euskera, hablando tan rápido que nos costó entenderlo.
El
hombre apareció por detrás de la casa, vestido con unos pantalones azules de mahón
y una camisa a cuadros remangada. De lejos parecía moverse como un chaval, como
un atleta, con gestos ágiles y rápidos; pero a medida que se acercaba vimos que
se trataba de alguien bastante mayor. Tenía el pelo entrecano y su cara parecía
tallada en la corteza de un roble, con profundas arrugas en la piel morena y
una nariz aguileña entre dos ojos claros, inteligentes, que no perdían detalle.
El hombre traía bajo el brazo una pila de ramas, que debían ser bastante
pesadas a juzgar por el tamaño, y las dejó junto a la entrada del refugio.
-
¡Bruno, estás hecho un chaval!
Los
dos hombres se saludaron, conocidos de hace años. Luego nos estrechó la mano,
repitiendo su nombre.
-
Álex Zuhaitz. ¿Hay hambre o qué?
Comimos
unos bocatas allí mismo, sentados en la hierba a la sombra de un haya enorme.
El hombre hablaba como una metralleta. Nos explicó el plan para los próximos
días mientras picaba algo y sacaba punta con su cuchillo a una de las ramas que
se había traído, formando, como al descuido, lo que parecía una cachava de
punta afilada.
-
¿Sabéis lanzar jabalinas? -nos preguntó en cuanto vio que terminábamos de
comer.
Negamos
con la cabeza, tras lo cual se adentró en el refugio y salió al momento con
tres más de esas lanzas hechas a mano. Nos dio una a cada uno y nos retó a
lanzarla lo más lejos posible.
-
Pero tiene que quedarse clavada en el suelo; si no, no vale.
Lo
intentamos. Nuestros lanzamientos fueron algo pobres, aunque mi primo, el
mayor, la lanzó bastante lejos. Bruno sonreía, apoyado en un árbol. Ni una
lanza se quedó clavada en el suelo de hierba.
-
Es que es imposible que se quede clavada -alegué, picado.
Álex
me sonrió, con una hierba asomándole de una de las comisuras de la boca. Agarró
su bastón y lo lanzó, sin apenas coger carrerilla, con un movimiento relámpago,
visto y no visto. Vimos con asombro cómo el bastón se perdía en la lejanía,
haciéndose diminuto, surcando el aire en una parábola amplísima. Se perdió tras
una loma; no podíamos saber si estaba clavado o no. Mis primos y yo nos
miramos. Corrimos hacia allí y al llegar vimos que, efectivamente, el bastón
estaba perfectamente clavado en la tierra. Incluso nos costó esfuerzo sacarlo.
Estábamos pasmados.
-
¡Eh, Álex! ¡Enséñanos!
-
¿Cuál es el truco?
-
¡Has hecho trampa! -decía yo, sin mucho argumento.
Nos
pasamos horas tratando de emular aquel lanzamiento. No nos dimos por vencidos
hasta que uno de mis primos consiguió dejar su bastón clavado, algo
tambaleante, a escasos cinco metros del lugar desde el que lanzábamos.
-
Vamos a dar un paseo -nos dijo el hombre.
La
tarde, soleada, invitaba a explorar el lugar. El Gorbea estaba en esa época con
una alfombra verde de hierba que parecía sacada de un cuadro de Van Gogh, y la
zona en la que nos encontrábamos estaba llena de pequeños bosques de hayas,
robles, alguna encina e incluso algún sauce o fresno. Álex nos enseñaba los
nombres de los árboles y las plantas, todo con su euskera cerrado, vizcaíno,
tomando desvíos para enseñarnos éste o aquel árbol.
-
¿Veis estas marcas en la corteza? ¿Qué diríais que son? -nos preguntaba.
-
Las garras de un lobo -decía mi primo.
Yo
abría mucho los ojos.
-
¿Hay osos en el Gorbea? -preguntaba. Álex no lo negaba, dejando la respuesta en
el aire con un alzamiento de cejas y guiñándonos el ojo.
Íbamos
recogiendo leños secos, ramas y ramitas, “para la barbacoa de la noche”. Nos
aleccionaba sobre los riesgos de la montaña mientras nos contaba su vida allí.
-
Vivo aquí la mayor parte del año. A veces no bajo al pueblo durante meses.
Tengo algún conocido que me trae comida, y en el refugio hay de todo.
-
¿No tienes coche? -le preguntábamos.
-
No necesito coche, tengo piernas.
-
¿Y bici?
-
Tampoco.
En
ese momento apareció de entre unos arbustos un perro con el pelaje negro y
blanco. Se acercó a nosotros, olisqueándonos, mientras nos reponíamos del susto
que nos había provocado. Con tanta historia de lobos y osos yo ya me esperaba
cualquier cosa.
-
¡Hombre, Lagun! -Bruno conocía al perro.
El
perro había aparecido por allí hacía años, y se había quedado con Álex.
-
Seguro que es de alguien que subió con él en día de niebla o tormenta, y se
perdió. Puse carteles por el pueblo para que sepan que está conmigo, pero nadie
ha venido a por él -le acarició la cabeza -. Me hace compañía, oye. Nos
contamos historias. ¿Verdad?
Lagun
movía la cola y sacaba la lengua, acalorado. Viéndolos así, me pareció que
dueño y perro se parecían muchísimo: veteranos pero ágiles, hiperactivos,
autosuficientes.
-
¿No se lo comen los lobos? -pregunté. Recuerden que yo contaba ocho años por
entonces. Mis primos se desternillaron de risa.
-
Lagun es demasiado listo -me decía Álex, con su sempiterna rama de hierba a un
lado de la boca -. El mayor peligro en el monte son las personas sin cabeza.
Nos
contó de incendios provocados por restos de barbacoas, la basura que se
generaba en verano, el desconocimiento de gente que subía sin agua o sin
conocer el lugar.
-
Hace dos días, una chavala. Subieron por Murua, se separaron en algún momento,
y no aparecía. La encontramos de noche, por aquí cerca andaba.
Bruno
y Álex compartieron historias parecidas toda la tarde: rescates de montaña,
incendios en la región, normativas varias en cuestión de montes. Yo los miraba
pasmado, pensando en ese hombre que, a pesar de sus movimientos, me parecía
viejo de siglos. A veces me daba la sensación de que había surgido del mismo
Gorbea: como si la montaña hubiese parido aquel espécimen.
Por
la noche hicimos una pequeña hoguera a las puertas del refugio, en una pequeña
construcción que había ideado Álex, poniendo piedras formando un círculo, como
si fuera el agujero de un pozo. Allí pusimos maíces a los que luego echábamos
sal y que sabían a gloria pura, casi requemados, que hacían “kurrich
kurrich” al masticarlos recién sacados del fuego.
-
Mañana subimos a la cruz, comemos por ahí y nos damos un rodeo para que veáis
las cuevas y una poza -nos decía Álex.
Yo
me caía de sueño. El hombre se acercó a mí, enseñándome un trozo de carne que
había sacado de la parrilla.
-
Vamos a dejar esto justo bajo la ventana del cuarto donde vais a dormir. Si
mañana no está, es que algún animal ha estado muuuuy cerca.
-
¿Qué animal? -pregunté yo, despierto de repente.
-
Para comerse esto, tiene que ser un carnívoro bastante grande… -abría mucho los
ojos al hablar, como un cuentacuentos que busca la intriga en sus espectadores.
Dormimos
en un cuarto de literas que me pareció enorme. Yo dudaba entre dormir cerca de
la ventana o no. Al final, la curiosidad ganó al miedo, y puse mi almohada cerca
de la ventana. Fui sumiéndome en una neblina soporífera mientras escuchaba a
Bruno y a Álex hablando, fuera.
-
¿Y cómo es que no te vienes a vivir al pueblo?
Álex
no escondía nada. Hablaba siempre calmado, en su euskera cerrado, aunque
estuviera corriendo por el bosque o lanzando jabalinas. Nada parecía alterarlo.
-
Siempre he venido mucho al monte, toda la vida, pero no para vivir. Mi mujer
murió hace ya años, ya sabes… tuvo una enfermedad larga, fue muy…se hizo muy
largo, muy duro. A veces pienso que no hay derecho a acabar así. Cuando se fue,
ahí sí que ya dije…
Hubo
un silencio afuera.
-
…mandé la fábrica a tomar por saco y me vine. Al principio unos meses, y volvía
a casa. Pero poco a poco me quedaba más. No pienso volver.
-
En verano vendrá bastante gente, ¿no?
-
Hay temporadas. Ahora la gente se trae la tienda de campaña y duerme así. Pero
hay mucha gente que me conoce, sí.
Bruno
asentía con sus gruñidos. Tenía una voz profunda, grave.
-
Desde fuera parece idílico, pero hay momentos que tiene que ser jodido.
-
Sí, hay días. Cuando viene el frío o se pasan semanas sin parar de llover. Pero
siempre hay algo para hacer. Qué te voy a contar a ti, si andas por el monte
más que yo.
Bruno
se rió con carcajadas secas, bonachonas.
-
Nadie anda más por el monte que Álex Zuhaitz, compañero.
Me
desperté con la luz del sol pegándome de lleno en toda la cara. Aquel refugio
no tenía persianas ni cortinas, por lo que parecía. Allí se funcionaba cuando
salía el sol, y se iba a la cama cuando se escondía. Me dirigí a la ventana,
abriéndola. Ni rastro de la chuleta que había dejado Álex la noche anterior.
Bruno estaba ahí fuera, con la espalda apoyada en la pared de piedra de la
casa, sentado en el tosco banco, fumando.
-
Te juro que ninguna persona se comió ese trozo de carne -me aseguró.
Yo
alucinaba.
Nos
preparamos para ascender hasta la cruz. Había salido un día espléndido, pero
unas lejanas nubes negras hicieron fruncir el ceño de Álex. “El viento sopla de
allí; mala cosa”. Con todo, subimos por una ladera de rocas, con Álex y Lagun
en vanguardia, saltando de roca a roca como si fueran antílopes, con una
agilidad impresionante.
-
¿Cómo lo hace? -preguntaba mi primo mayor. Intentábamos emularlo, pero había
demasiada pendiente, las rocas resbalaban. El hombre parecía no acusar el
cansancio.
Hicimos
cima antes del mediodía, coronando la cruz bajo un sol de justicia. Había
varios grupos de montañeros por allí, haciendo fotos o comiendo algo. Una joven
se disponía a hacer ala delta, preparando todos los instrumentos para coger
carrerilla desde la cruz y lanzarse cuesta abajo por la ladera vizcaína. Nos
echó un vistazo, reconociendo a Álex.
-
¡Eztizen! -la llamó el hombre.
-
¡Álex, txapeldun! ¿De paseo mañanero? -la mujer hizo un alto en sus
preparativos para acariciar a Lagun, que parecía conocerla. Álex estuvo de
cháchara con ella un rato. Nos la presentó, anunciándola como la persona más
valiente que haya pisado el Gorbea. “Y la más temeraria”. Pronto entendimos por
qué. Con un alegre saludo, Eztizen se despidió de nosotros mientras cogía
carrerilla, lanzándose ladera abajo. El ala delta la impulsó hacia arriba,
regalándonos una estampa impagable: la joven, alzando el vuelo con el cielo
añil como telón de fondo, con un par de buitres que parecieron acompañarla en
su despegue. Su silueta se fue haciendo cada vez más pequeña a medida que se
alejaba, sobrevolando la montaña. Nosotros la jaleamos, impresionados, hasta
que su figura se perdió en la lejanía.
Hicimos
una pequeña merendola, pero al poco tiempo, unas nubes taparon el sol. “Mejor
bajamos, que no nos pille aquí la tormenta”, aconsejó Álex. Bruno se mantenía
escéptico. “No creo que se ponga a llover tan pronto”. No llevábamos ni diez
minutos de descenso hacia el refugio cuando un sonoro trueno dio paso a las
primeras gotas de lluvia.
-
¡Cuidado ahora! -nos previno Álex. La ladera por la que bajábamos tenía una
hierba finísima, como si fuera un césped sin cortar, y había mucha pendiente.
El aguacero convirtió aquella cuesta en un resbaladero en toda regla. Tuvimos
que aminorar la marcha, a pesar de estar calándonos hasta el tuétano.
Avanzábamos en fila india, haciendo pequeñas eses para no resbalar. En un
momento dado, resbalé con ambos pies, cayendo de culo y empujando a mi primo
mayor, que iba delante de mí. Éste tropezó, cayendo al suelo y echando a rodar.
Lo que en un lugar llano habría sido un simple traspié, allí hizo que mi primo
empezase a rodar cada vez más y más rápido, alcanzando una velocidad que no
podría parar por su propia voluntad. Recuerdo perfectamente ver cómo giraba
cuesta abajo sin control, como si fuera un tronco, y pensar que era el final de
mi primo: la cuesta era enorme, interminable, y la pendiente y el suelo hacían
imposible agarrarse a cualquier cosa. La lluvia arreciaba mientras nosotros,
paralizados, solo podíamos ver cómo Jon se perdía a una velocidad de vértigo.
-
¡Lagun! -ordenó Álex a través de la lluvia.
El
border collie, pegado a su pierna todo el camino, salió disparado cuesta abajo
como una flecha. Voló sobre el campo mojado, dejándonos el corazón en vilo por
verlo despeñado a él también; pero su ágil cuerpo no parecía resbalar sobre la
hierba, y sus sentidos parecían inmunes al vértigo o al miedo. Se lanzó en
línea recta hacia mi primo, salvando los casi cien metros que habría recorrido rodando.
Cuando llegó a su altura, se abalanzó sobre el chico, como si lo abrazase. Hubo
un momento en el que ambos rodaron juntos, como si fueran dos amantes abrazados
en medio de un torbellino. El gesto del perro aminoró la caída de Jon, que pudo
extender los brazos y agarrarse a la hierba del suelo, frenando del todo su
caída. Lagun ladró una vez, satisfecho, como si avisase a Álex de que ya estaba
todo controlado.
Nosotros,
que nos habíamos quedado congelados por el miedo, irrumpimos en gritos de alegría
mientras Álex le pedía a Jon que no se moviese. Mi otro primo, jubiloso, hizo
un pequeño salto, excitado: había estado a punto de ver cómo su hermano se
perdía barranco abajo. El salto hizo que resbalase, con los dos pies pegados al
suelo y la espalda arqueada, deslizándose por la hierba mojada como un
esquiador que ha perdido el control. Empezó a deslizarse cada vez más y más
rápido, y los demás ya lo veíamos emulando a su hermano, cayendo cuesta abajo,
cuando el bastón de Álex se materializó desde la nada, horizontal como una
estocada, para frenar la incipiente caída del chaval.
-
Demasiados sustos por hoy, mutiko -le dijo Álex, sonriente, desde el otro lado
del bastón. Su antebrazo de acero sujetaba la cachava a la que se agarraba mi
primo, tembloroso.
Descendimos
hasta donde se encontraba Jon. Bruno lo ayudó a levantarse, palpándolo para ver
si tenía lesiones de gravedad. Aparte de alguna magulladura leve, estaba bien.
Sorprendido de seguir allí.
-
Pensaba que me moría. Ha habido un momento en el que no sabía dónde estaba, de
tan rápido que rodaba.
Nos
dirigimos al refugio para pasar allí la tormenta, que se alargó hasta bien
entrada la tarde. Un par de horas antes del anochecer amainó. Álex, animado,
nos propuso ir a dar una vuelta.
-
Conozco una piscina natural que os va a encantar.
Nos
adentramos en el bosque, subiendo y bajando por zonas que no eran caminos,
sorteando todo tipo de helechos, arbustos, raíces y pedruscos. Álex parecía
saber a dónde nos dirigíamos, pues apenas miraba el camino: nos iba contando
historias de la montaña, mitos y leyendas que hablaban del gigante Tártalo, la
seductora Lamia y del temible Basajaun.
-
¿Veis la entrada de esa cueva? En las noches de invierno, a veces, oigo gritos
allí dentro. Dicen que Tártalo la habita, y se come a las ovejas.
-
Y a cualquier incauto que se acerque -rubricaba Bruno, guiñándonos un ojo.
Yo
asentía a todo, acongojado. Mis primos, al principio escépticos, empezaron a
dar credibilidad a las historias de Álex, después de que éste les hubiera
salvado la vida en la tormenta de aquella mañana.
-
¿Y Basajaun? ¿Dónde está…? -preguntó Jon.
Un
silencio tomó el bosque a nuestro alrededor. Hasta los pajarillos se habían
callado. Bruno sonrió, con su risa queda, de mastín, escapando entre sus
dientes.
-
Estáis protegidos por él -susurró desde retaguardia, alzando las cejas hacia
Álex, que abría la marcha.
Llegamos
al nacedero de un riachuelo, cuya poza se encontraba en una cueva subterránea
que hacia de piscina natural. Recuerdo que el agua estaba helada, y que apenas
metimos un pie por lo fría que estaba, a pesar del calor y la humedad que
reinaban en el ambiente. Al ver que no teníamos intención de meternos, Álex
hizo un pequeño silbido, como dando permiso, y en ese momento Lagun cogió
carrerilla, saltó en el aire y se zambulló en la poza, calándonos a todos. Los
tres primos lo seguimos al agua entre risas, chapoteando. Estuvimos allí un
buen rato; tanto, que la noche casi se nos echó encima.
Emprendimos
el camino de vuelta entre risas, anécdotas e historias varias. Sentíamos aquel
monte como nuestro: nos había presionado, nos había asustado, pero también nos
había regalado momentos inolvidables. La oscuridad del ocaso se echaba a
nuestro alrededor mientras volvíamos bajo las sombras de los pinos. En ese
momento, tal vez fruto del agua fría, el susto de la mañana al ver a mi primo
cayendo o quién sabe qué (los caminos de nuestros estómagos son, como los de
Dios, inescrutables), un terrible apretón me avisó de que tenía que hacer un
alto. Aquí y ahora; no había opción.
Y
he aquí el problema. Yo contaba, recuerden, ocho años de edad; e incluso a esa
edad ya era tímido y pudoroso como un beato. Hacer de vientre en un lugar que
no fuera mi casa, con mi conocida taza de váter y mis ingredientes del champú
de la ducha como lectura, se me antojaba imposible. El colmo de la vergüenza. Pero
aquellos retortijones en la tripa me avisaron de que, a pesar de que
volveríamos a casa al día siguiente, no iba a haber ocasión de esperar. Es más:
ni siquiera iba a poder llegar al refugio, distante cosa de tres cuartos de
hora, sin hacer un parón para evacuar. Así que, aprovechando que los demás
caminaban en animada charla, fui quedándome disimuladamente atrás, cada vez más
y más, hasta que sus voces se perdieron en la oscuridad cada vez más espesa del
bosque. Así y todo, me desvié un poco del “camino” (les recuerdo que no era
tal, pues solo Álex conocía aquel lugar que a mí se me antojaba la jungla del
Amazonas), con miedo de pensar que tal vez notaran mi ausencia y volvieran
sobre sus pasos, sorprendiéndome en postura de sentadilla baja y haciendo
esfuerzos por pesar unos gramos menos. Así que me escondí entre unos árboles y
helechos, bien fuera de la vista de cualquiera, e hice lo que tenía que hacer.
Cuando
acabé, aseándome a la manera de Tarzán (con hojas de haya y helechos, y
disculpen los detalles), quise volver al lugar del que me había desviado, pero
no pude encontrarlo. La oscuridad ya reinaba por todos lados, y todos los
árboles se me antojaban los mismos. Ni siquiera supe por dónde habíamos venido.
Todo era llano y lleno de vegetación. Un ligero viento agitaba las copas de los
árboles sobre mi cabeza, trayéndome un olor a pino y resina de tronco. Los
ruidos del bosque se acentuaron.
-
¡Bruno! ¡Álex! ¡Jon! -grité, quedo al principio pero con todas mis fuerzas,
después. Nadie contestó.
Entré
en estado de pánico. Era un pipiolo de piernas cortas, y estaba agotado por
todas las caminatas del día. La noche se me había echado encima en medio del
Gorbea; sabía perfectamente que, aunque fuera verano, por las noches refrescaba
mucho. Lo suficiente para que un niño las pasara canutas para sobrevivir. O no
lo hiciera.
Eché
a correr. Corrí hacia adelante, a la derecha, abajo, arriba. Igual estuve dando
vueltas, no lo sé; solo sé que corría y gritaba, intentando hacer mucho ruido,
pues imaginaba que mis amigos ya estarían buscándome. Corrí y grité hasta
agotarme, tropezando cada dos por tres, cayendo al suelo y magullándome las
palmas de las manos, arañándome los antebrazos y las rodillas con espinas. No
encontraba la manera de salir de aquel bosque; si al menos pudiera ver a través
de los árboles, podría encontrar un camino, una cuesta abajo que me llevase a
alguna localidad, algo. Pero no había nada. Solo oscuridad, agotamiento.
Y
cada vez más ruidos a mi alrededor.
Me
apoyé en una piedra grande, más alta que yo, que encontré mientras palpaba en
la oscuridad. Estaba húmeda y llena de musgo. Suspiré, tratando de contener las
lágrimas. Mi cabeza bullía. ¿Dónde estarían mis primos, Bruno…? ¿Por qué habría
sido tan idiota de desviarme? Aún estaba algo mojado del chapuzón en la poza, y
empezaba a tener mucho frío. Temblaba.
Un
chillido me sobresaltó. Provenía del otro lado de la piedra sobre la que me
apoyaba. Era un chillido agudo, interminable. Me asusté, pensando en salir por
patas; pero me pudo la curiosidad. Parecía la cría de algún animal. Escalé el
pedrusco, intentando vislumbrar algo en la oscuridad, y en efecto: un pequeño
ser, del tamaño de una gallina, se encontraba bajo la piedra, berreando. Hasta
donde podía adivinar era pardo, con finas líneas blancas que atravesaban su
cuerpo a lo largo, acabando en una pequeña colita respingona. Chillaba como si
llamase a su madre, pidiendo comida o calor. Era una cría de jabalí.
Me
quedé paralizado. Tenía que hacer algo, pero no sabía el qué. A pesar de mi
corta edad, yo era de un pueblo de cazadores, y sabía que aquellas crías eran
lo que hacía que los jabalís adultos se convirtiesen en auténticas bestias,
capaces de cualquier cosa por proteger a su camada. Mi mente infantil se
bloqueó, dejándome agazapado sobre la roca, mirando atontado a la cría que
berreaba una y otra vez, deseando que dejara de hacerlo. Y en esas estaba,
bloqueado, agotado y helado sobre aquel pedrusco, cuando un ruido a mis
espaldas confirmó mis peores sospechas.
Me
giré, lento, como había visto hacer a Indiana Jones en las películas; para no
sobresaltar a mi amenaza. La negrura inundaba el bosque, pero mis ojos se
habían acostumbrado lo suficiente para adivinar el contorno de un animal
grande, de cuatro patas, peludo y con dos colmillos de gran tamaño que
brillaban en la oscuridad. Su respiración se asemejaba a un gruñido, a un
ronquido largo y amenazador. El jabalí me tenía a punto de caramelo.
Nos
separaban unos diez metros, por lo que supe que intentar escapar sería en vano:
el jabalí me alcanzaría en cuestión de segundos. Me quedé muy quieto, a
sabiendas de que mi postura sobre la roca, encima de su cría, equivalía al
mayor grado de amenaza que una madre teme para sus crías. Recuerdo pensar que,
si pudiera comunicarme con ese animal, le habría hecho saber en segundos que
solo quería escapar de allí, que no le deseaba nada malo a su cría. Que solo
quería irme.
Mis
disculpas telepáticas no funcionaron. El jabalí empezó a patear el suelo con
sus pezuñas delanteras, levantando tierra y polvo. Se preparaba para embestir. Su
ronquido se hizo más sonoro, uniéndose a los berridos de la cría. En medio, yo,
temblando como una hoja al viento. El animal avanzó hacia mí.
En
ese momento ocurrió algo. A mi alrededor, en la oscuridad del bosque, los
ruidos eran incesantes: el viento en las hojas, los insectos, algún pájaro. Los
chillidos de la cría y los gruñidos del jabalí reinaban sobre los demás, pero
todos se vieron acallados de repente, como si alguien hubiera pulsado el botón
de “mute” de un mando a distancia. El bosque entero se calló. Incluso el viento
pareció dejar de soplar.
Una
figura se materializó entre el jabalí y yo. La luz de la luna me permitió
vislumbrar que era alta, muy alta, e iba vestida con lo que parecía piel de
oveja. Parecía haber surgido de la mismísima oscuridad, de las entrañas de la montaña:
como si el tronco de un árbol hubiese dado a luz a aquel ser. Tenía el pelo
largo, enmarañado, y una barba larguísima, hasta la cintura; era todo pelo. Sus
manos, gigantescas, se apoyaban en un enorme cayado. Iba descalzo, con los
peludos pies al aire. Me dio la espalda, encarándose con la bestia. Todo lo
hacía lento, como si no temiese que el jabalí lo embistiese. Como si tuviera
todo el tiempo del mundo por delante. Yo no daba crédito. ¿Era…? ¿Podría ser…?
¿Basajaun?
Un
ligero gruñido salió de la boca del recién llegado. Parecía estar comunicándose
con el jabalí… ¡En su mismo idioma! Me pregunté si no me habría desmayado, y
todo aquello era fruto de mi imaginación. Estuvieron largo rato así, gruñéndose
el uno al otro, hasta que el jabalí se dio media vuelta, alejándose
tranquilamente.
Basajaun
se quedó mirando cómo se iba. Se volvió hacia mí, todavía a la distancia de
unos cinco metros. No pude distinguir su cara en la oscuridad, pero pude
adivinar el brillo de una sonrisa bajo todo aquel pelo. Hizo un gesto de
despedida con el mentón y empezó a alejarse, dejándome allí.
-
¡Eh! ¡Espera!
El
hombre del bosque se volvió a medias, sin abrir la boca. Titubeé.
-
Tienes que ayudarme…
Me
bajé de la roca, con las piernas aún temblando por el susto. No me atreví a
acercarme a él. El hombre pareció pensarlo, y en un gesto ágil me lanzó el
bastón, que atrapé en el aire. Miré aquella cachava de madera tallada que se me
hacía vagamente familiar. No supe qué decir. Basajaun me dedicó una última
sonrisa, asintiendo, y después se dio la vuelta, desapareciendo en la
oscuridad.
No
lo seguí. El susto del jabalí y la aparición de aquel ser me habían devuelto el
calor a las extremidades. El peso del bastón me reconfortaba. Empecé a caminar
en dirección opuesta a la que habían desaparecido la bestia y el hombre. El cayado
me ayudaba a apartar las hojas de helechos y a palpar el camino en la
oscuridad. Caminé resuelto a seguir una línea recta; en algún sitio tendría que
aparecer. Mi cabeza era una olla de excitación. ¡Había visto a Basajaun! El
miedo por estar perdido en medio del Gorbea de noche aún me atenazaba, pero
aquel encuentro me tenía en las nubes.
Un
sonido de patas me sobresaltó, delante de mí. La conocida figura de Lagun
surgió de la oscuridad, con la lengua fuera y los belfos retraídos, como si me
sonriese. Se lanzó hacia mí, poniéndome las patas sobre los hombros y
lamiéndome toda la cara. El alivio, tímido al principio, se convirtió en júbilo
cuando los ladridos del perro avisaron a los demás, cuyos gritos se juntaron
con los míos hasta encontrarme. Lloré de alivio y alegría, abrazándome a Bruno,
mientras me echaba la bronca, y a mis primos, que alucinaban de verme allí. Tal
vez no había pasado más de una hora desde que me separé de ellos, pero para mí
había sido una eternidad. Álex no estaba. Me preguntaron qué me había pasado,
interrogándome sobre ello los tres a la vez, describiéndome el susto que
llevaban encima desde que vieron que no les seguía. Les conté, avergonzado, lo
de mi apretón (hoy todavía les agradezco a mis primos que no se burlasen de mí
por aquello), mi desvío del camino, mi sensación de miedo al ver que no sabía
cómo volver. Estaba contándoles el momento en el que había encontrado a la cría
y el encontronazo con el jabalí cuando Álex Zuhaitz apareció tras de mí,
surgiendo de la oscuridad del bosque con su sempiterna camisa a cuadros,
pantalones azules y la sonrisa en aquella cara que parecía tallada en piedra.
-
¿Y qué pasó con el jabalí? -me preguntaban mis primos, ávidos de conocer la
historia.
Yo
miraba a Álex. Su mirada limpia parecía alegrarse de encontrarme sano y salvo,
pero había algo más. Aquella sonrisa se parecía demasiado a otra que acababa de
ver. Allí, en medio de la oscuridad del bosque, rodeado de mis amigos, no tuve
ya más miedo. Y no lo tuve porque entendí, sin saber explicar muy bien cómo,
que el bosque, la montaña, todo lo que nos rodeaba, era el lugar donde los
mitos dejan de serlo. Donde las leyendas pasan a convertirse en realidad.
-
…nada, no pasó nada -contesté, distraído -. El jabalí se dio la vuelta y me
dejó en paz.
-
¿No te hizo nada? Pero estando la cría al lado… -insistía Jon.
-
Nada -me encogí de hombros -. Se marchó, y enseguida apareció Lagun para
encontrarme -sonreí al perro, que movía la cola.
Bruno
negaba con la cabeza, sonriendo a su pesar.
-
Venga, volvamos al refugio, que menudo día me habéis dado…
Empezamos
a andar de vuelta, sintiendo el cansancio de aquel tumultuoso día. Al día
siguiente se acababa nuestra aventura en el Gorbea, pues descenderíamos pronto
por la mañana. Pero aquellos dos días me habían servido, más que
suficientemente, como para apreciar la magia de los parajes naturales que nos
rodean. Y jamás olvidaría a la persona que me ayudó a apreciarlo. La misma
persona que, caminando junto a mí, con su camisa a cuadros y su sonrisa franca,
extendió una mano, apoyando la otra en mi hombro:
-
No ha estado mal el paseo, ¿eh? ¿Te parece si me devuelves el bastón? Uno ya se
hace viejo…
Su
risa se extendió por el bosque, haciendo que todos los sonidos de la noche
volvieran a la vida.
Desde
la subida de Pagomakurre, Vizcaya, las vistas desde el Gorbea son
espectaculares. A pesar de los muchos años pasados, todavía quedan los restos de
un refugio de piedra, antaño habitado. Y en lo que era la entrada al refugio,
un viejo tronco que hacía las veces de banco mantiene el recuerdo de quien un
día lo habitó. Si pasáis por allí, buscad el nombre de su dueño, tallado en la
madera, resistente al tiempo y al clima.
Y
recordad: “No ensuciéis la montaña, o Álex Zuhaitz se enfadará…”
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