EL TATUAJE DEL KUNG FU, Parte 3: EL GORILA, LA PROSTITUTA Y RONALDINHO.

 

COMISARÍA DE LA ERTZAINTZA. VITORIA-GASTEIZ.

IÑAKI

 

- Diga su nombre completo y edad, por favor.

- Iñaki Basterra Meabe, cuarenta y seis años.

- Es usted el guardaespaldas del abogado Gabriel Sáenz de Ayala, ¿no es así?

- Correcto.

- ¿Desde cuándo trabaja para el señor Sáenz de Ayala?

- Pues hará unos doce o trece años que nos conocimos…

- Continúe, por favor. Cuénteme cómo se conocieron.

- Pues a ver [carraspea]. Nos conocíamos del gimnasio, porque los dos íbamos al mismo. Yo por entonces trabajaba en la sala Círculo como portero, por las noches. Ayala solía pasarse de vez en cuando, acompañado de alguna señorita, ya me entiende. Una vez hubo jaleo a la salida, unos liantes le dijeron algo a la mujer que iba con Ayala, las cosas se calentaron. Yo intercedí en su favor, y a raíz de aquello empecé a trabajar para él.

- ¿…intercedió?

- Me metí en la pelea y solté cuatro hostias a aquellos niñatos bocachanclas, sí [se reclina en la silla. Sonríe].

- [Remueve papeles]. Vale. ¿A raíz de aquello, entonces…?

- Empecé a trabajar para Ayala.

- ¿En qué consistía su trabajo?

- [Inspira ruidosamente]. Pues en un poco de todo. Hago de chófer, me ocupo de su seguridad, le acompaño en sus viajes…

- ¿Pasa usted mucho tiempo con el abogado Sáenz de Ayala?

- Todo el día, la verdad. Incluidos fines de semana.

- Tenemos por aquí varias denuncias contra usted por asalto a varios periodistas. En una ocasión le fracturó la mandíbula a un fotógrafo…

- Aquello fue hace años, y se me absolvió de todas las acusaciones. El tipo era un paparazzi que pretendía entrar en el chalet del señor Ayala de madrugada.

- En cualquier caso, no es la primera vez que se ve usted las caras con la justicia.

- Pero bueno, vamos a ver, ¿me han traído aquí para leerme la cartilla? Ya pagué por todas esas denuncias. No tengo por qué dar explicaciones. Si esto es todo…

- No, no es todo. Ya sabe por qué está aquí. Le hemos llamado en calidad de testigo, para ver si podía reconocer al hombre…

- Sí, sí, al tío que he visto antes a través del cristal. Quieren saber si es Ayala o el cabrón que lo secuestró, ¿no?

- Exacto. El suyo podría ser un testimonio clave para…

- Es él. Es Ayala.

- ¿Está seguro?

- Completamente.

- [Deja los papeles sobre la mesa. Se acaricia el mentón]. ¿En qué se basa para afirmar eso?

- ¿En qué me baso? En más de una década de trabajar para él. En la cara, en el color de los ojos, el color del pelo, la altura, los gestos…en la voz…

- Ajam. Y dígame, ¿no le nota la voz cambiada…?

- Un poco. Pero lo he visto demasiadas veces de resaca como para no reconocerlo.

- ¿Qué me dice del corte de pelo?

- [Se rasca la cabeza]. Hombre, lo tiene hecho una mierda. Siempre suele llevarlo engominado; pero claro, lleva aquí casi una semana…a saber lo que…

- ¿Está al corriente de la existencia del mendigo José Manuel Cerrojo, conocido como el Kung Fu?

- Sí, claro, algo he oído.

- ¿Algo?

- Pues lo poco que sale en El Correo, y lo que me cuentan. Que es el tío que secuestró a Ayala, que se ha pirado con sus joyas…todo eso.

- Pero, ¿lo conocía usted de antes?

- ¿Al mendigo?

- Sí.

- No, qué va.

- ¿No le suena de verlo por la calle Eduardo Dato, o por el Casco Viejo?

- Hay muchos mendigos por el centro de Vitoria…

- Pero, permítame que insista, usted…usted ha trabajado muchos años en el mundo de la noche, principalmente por el centro de la ciudad. Con el señor Ayala también se mueve por los mismos sitios. ¿No le suena siquiera haber visto a un indigente que se pareciera al abogado Sáenz de Ayala…?

- Espera un poco, ¿te estás oyendo? ¿Qué un puto tirado se parezca al abogado más importante del norte de España? Vamos a ver, los mendigos suelen ser desarrapados, barbudos, huelen a mierda. Ayala gasta zapatos de seis mil euros, y trajes hechos a medida en un sastre de Nueva York. ¿Cómo se van a parecer…?

- [Abre una carpeta. Muestra unas fotografías]. Este es el hombre al que hemos detenido como sospechoso de usurpar la identidad del señor Sáenz de Ayala y que se encuentra en estas dependencias. Y éste [pone al lado otra fotografía] ha sido encontrado en un hospital de Zaragoza, con toda la documentación del abogado Ayala y su cartera en su poder.

- [Analiza las dos fotos con sorpresa]. Hosssstia…joder…

- Mire atentamente las fotos el tiempo que haga falta, por favor, señor Basterra.

- Joder, son clavados…[ríe]. La madre que lo parió…

- ¿…le hace gracia?

- [Se seca las comisuras de los ojos con la mano izquierda]. Jode, es que…

- …

- El cabrón del mendigo se lo ha currado, ¿eh? Hay que reconocer que se lo ha currado…Ja, ja, ja…menudo cabronazo…

- Vale, señor Basterra, me gustaría que se fije con detenimiento en…

- Descuida, no tengo dudas.

- ¿No tiene dudas?

- El de Zaragoza es el mendigo [vuelve a reír]. Aunque el muy listillo lo ha intentado, no ha podido evitar gastarse el dinero en el primer lupanar que habrá pillado por ahí…menudo fenómeno…

- Disculpe, señor Basterra, esto es muy importante. ¿Está completamente seguro de su afirmación?

- [Carraspea. Se yergue en el asiento]. No me cabe ninguna duda de que el hombre al que he visto en esta misma sala, hace un rato, era mi jefe, el abogado Gabriel Sáenz de Ayala. Y tampoco me cabe duda de que el tipo que habéis detenido en Zaragoza es el mendigo que le robó, a juzgar por el traje, el reloj y a saber cuántas cosas más que habrá robado…

- Permítame que le pregunte, ¿en qué se basa para afirmar todo esto sin ningún género de duda?

- Oh, a ver. Conozco perfectamente a mi jefe, son muchos años siendo su sombra. Conozco su tono, sus expresiones, incluso ese gesto que hace cuando algo le hace mucha gracia, que hace así, como que guiña un ojo…

- Pero eso también puede ser aplicable al hombre que se encuentra en Zaragoza y dice ser el señor Ayala. Podría haber estudiado los gestos y la conducta del abogado…

- Mmm, no [carraspea]. El de Zaragoza abre mucho los ojos, como si se hubiera tomado cinco cafés del tirón…o cinco rayas…[ríe]. Ayala nunca abre tanto los ojos, siempre los lleva a lo Clint Eastwood, como si sospechase de todo y de todos.

- Pero, solo por la mirada…

- No es solo por la mirada. La postura en la silla, repantigado y cruzado de piernas…los gestos con las manos…esa poca paciencia que ha demostrado contigo; eso lo hace siempre: es impaciente, irascible, casi maleducado cuando se le lleva la contraria. Y por cómo huele el ambiente de esta sala, estoy seguro de que es él.

- ¿El ambiente, dice?

- A Barón Dandy. Mi jefe es uno de esos dinosaurios de los tribunales que todavía se cree que echándose medio bote de esa mierda va a conquistar a cualquier periquita que se le ponga por delante. Ese veneno no pierde su olor ni pasando cuatro días en los calabozos, créeme lo que te digo. Pregúntale a los de Zaragoza cómo huele el tipo que tienen allí [vuelve a reír. Niega con la cabeza]. Menudo figura…el Kung Fu…

- Vale…casi hemos acabado. Una última cuestión, si me permite.

- Adelante, me lo estoy pasando casi bien.

- Los dos hombres que se encuentran detenidos y dicen ser el señor Sáenz de Ayala comparten las mismas características en cuanto a altura, peso, pelo, color de ojos, huella dactilar…y tatuajes. Ambos tienen el mismo tatuaje, en el mismo lugar del cuerpo.

- [Alza las cejas]. ¿La daga atravesando una rosa, en el antebrazo?

- Es…exacto. Si lo conoce, es porque el señor Ayala lo tiene desde hace tiempo…pero da la casualidad de que ambos hombres tienen exactamente el mismo tatuaje…

- No solo el señor Ayala y ese tío. Era un tatuaje común entre los que hacían la mili en el sur, allá por los ochenta, por lo menos. No es tan raro, desde luego.

- [Se extraña] ¿De verdad no le parece raro que tengan el mismo tatuaje…en el mismo sitio?

- [Ríe. Se desabrocha la camisa, bajo la chaqueta. Sigue riendo. Muestra su pecho, con un tatuaje de una daga atravesando una rosa abarcando su pectoral derecho]. Lo que yo te diga, amigo…

 

 

 

COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL DE ZARAGOZA

EVA MARÍA

- Grabando. Al mando del interrogatorio, la sargento Raquel Sánchez Becerra, con número de identificación 5142. Grabamos desde la Comandancia de Zaragoza. Actualmente son las 12:04 del mediodía del martes, veintisiete de septiembre del año dos mil veintiuno. Dígame su nombre completo, por favor.

- Eva…Eva Mendoza.

- La hemos hecho ven…

- Eva María Mendoza, perdón. Se me olvidó que me pusieron un segundo nombre… n-nunca lo uso.

- Perfecto, Eva María. La hemos hecho venir en calidad de testigo para aclarar la situación del hombre detenido en estas dependencias; hasta la fecha, y por lo que dice su documentación, el señor Gabriel Sáenz de Ayala…

- Gabriel, ¿está bien…?

- El hombre que la acompañaba y que se encontraba en estado de intoxicación etílica en el hospital Miguel Servet está bien. Ha estado en condiciones de declarar, y ahora se encuentra bajo custodia…

- ¿Declarar? Pero, ¿qué está pasando? No entiendo nada…

- Está detenido en estas dependencias hasta que despejemos las dudas sobre su identidad.

- Ajam…

- Y, para eso, la necesitamos a usted.

- ¿A mí? Pero yo no sé cómo podría ayudarles a ustedes…yo solo quiero…

- Señora Mendoza…

- Señorita, por favor.

- Señorita Mendoza, necesito que me diga todo lo que sabe sobre el hombre con el que la hemos encontrado esta madrugada en el hospital.

- ¿Todo…?

- Esta conversación no saldrá de aquí, puede estar tranquila.

- Bueno, está bien, veamos…lo conocí el sábado mismo, yo estaba… [se calla. Mira hacia un lado. Se muerde el labio inferior].

- Señorita Mendoza, escúcheme [acerca la silla a la mesa. Cruza las manos sobre la mesa]. Estamos al tanto de su…situación laboral. No la hemos traído aquí acusada de absolutamente nada. Sabemos que tiene un historial de denuncias por prostitución y consumo y tráfico de estupefacientes, pero no está aquí para declarar sobre nada de eso. Nada de lo que me diga será utilizado en su contra, y, acabado este interrogatorio, es libre de marcharse a donde quiera. Se lo prometo y queda grabado.

- [Sorbe por la nariz. Se pasa una mano por ambos ojos]. Está bien. Vale. Les contaré…lo que sé…

- Adelante.

- Conocí a Gabriel el mismo sábado…yo…

- ¿Se conocían de antes?

- No, señora.

- ¿Ni siquiera de verlo en televisión, o en las páginas de sucesos, por su fama en los tribunales…?

- Yo no leo periódicos, agente. No tengo televisión.

- Entiendo. Disculpe la interrupción. Prosiga, por favor.

- Me recogió en una carretera, a las afueras de Vitoria, con un lujoso Mercedes…me ofreció pasar todo el fin de semana con él a cambio de una elevada suma de dinero. Yo…acepté…

- ¿Le dio el dinero en ese momento?

- No, pero me enseñó joyas, me regaló anillos y un collar de perlas. Me dijo que iríamos al sur, que me pagaría tres mil euros al día, más incluso…Salimos disparados en aquel coche, sin rumbo fijo. El señor Gabriel conducía en estado de euforia, como si hubiese ganado la lotería, o algo mejor…reía, cantaba a viva voz…me pidió que, bueno…que se lo hiciera…mientras conducía…

- No es necesario que detalle las relaciones que mantuvo con el sujeto al que nos referimos. Dígame, ¿a dónde fueron esa noche?

- Estuvimos de fiesta por Logroño. No recuerdo el nombre de la discoteca…el señor Gabriel no decía su nombre, pedía siempre reservados, despilfarraba muchísimo, invitaba a todo el mundo…seguido nos fuimos a un after, no recuerdo dónde…

- ¿No lo recuerda? ¿Bebió mucho?

- Sí, señora agente. Bebí y probé pastillas…no recuerdo muchos detalles. Sé que cogimos otro coche…condujimos mucho rato, a otro local, en un descampado, alejado de todo…allí seguimos de danza, de fiesta…

- El “señor Gabriel”, como lo llama, ¿le dijo en algún momento algo sobre su identidad? Dónde vivía, de dónde había sacado el dinero…

- No, no me contó nada de eso. Él solo pedía a todo el mundo que lo llamaran “don Gabriel”, y no dijo más…bueno, me dijo algo como que era un importante abogado, pero no más…

- Está bien. ¿Recuerda cómo llegaron a Zaragoza?

- Pues eso debió ser en la tarde de ayer, cuando salimos de aquel local perdido en el desierto…llegamos a la ciudad y seguimos de fiesta, el señor Gabriel me llevó a un hotel…uno con nombre de reina, creo…

- ¿El Hotel Reina Petronila?

- ¡Eso es! El Reina Petronila. Allí el señor siguió bebiendo y con pastillas…yo caí rendida, no más. No podía con mi cuerpo. No sé cuánto tiempo pasó, pero me desperté con ganas de orinar, y fue entonces cuando vi al señor Gabriel desmayado en el baño…fue entonces cuando llamé a la ambulancia. Lo ingresaron, y luego llegaron ustedes.

- Muy bien [toma notas]. Verá, voy a explicarle la situación…

- Ya devolví las joyas que me regaló el señor Gabriel, yo no…

- Tranquilícese. Sabemos que ha devuelto todo lo que el sujeto en cuestión le “regaló”. Verá, quiero explicarle la situación. Tenemos sospechas de que el hombre que la…invitó, no es en realidad quien dice ser.

- ¿El señor…?

- El señor Gabriel Sáenz de Ayala es un conocido abogado de Vitoria que, en la tarde del sábado, sufrió el robo de sus joyas y dinero en su despacho. También desapareció su dinero y, durante horas, no se supo nada de su paradero. Ahora mismo hay dos personas detenidas, sospechosas de cometer el secuestro y el robo de las joyas del señor Ayala.

- ¿Dos personas…?

- Dos hombres, los cuales dicen ser el señor Ayala. El hombre al que usted acompañó es uno de ellos. El otro se encuentra en Vitoria.

- Pero…pero eso será fácil de comprobar, ¿no? Tendrán fotografías del señor abogado…no puede ser que…

- [Saca unas fotografías de la carpeta. Se las muestra]. Éste de aquí es el hombre al que usted acompañó. Y este otro, el que está detenido en Vitoria.

- [Se tapa la boca con una mano]. Santo Dios… ¿son gemelos?

- No, que nosotros sepamos. El señor Ayala tuvo un hermano mayor, el cual falleció hace siete años. No se le conoce ningún otro hermano.

- Pero… ¡si son iguales!

- Por eso su testimonio es clave para nosotros, señorita Mendoza. Sé que no conocía al señor Ayala de antes, y que estos últimos días tal vez no estaba en condiciones para fijarse en nada, pero cualquier detalle que pueda darme…

- Bueno, ahora que lo dice… sí que recuerdo pensar, más de una vez, que el señor Gabriel no se comportaba…como se comportaría un abogado, ya me entiende.

- ¿A qué se refiere?

- Bueno…a los grandes hombretones con los bolsillos llenos les gusta ser autoritarios, dominantes, cuando alquilan nuestros servicios… [se remueve en el asiento]. El señor Gabriel no hablaba como si fuera un hombre muy importante. Sí, tenía el traje, el coche, el dinero…pero hablaba con muchos tacos, siempre diciendo palabras malsonantes… Yo soy de barrio, ¿sabe? Y a mucha honra, ¿sí? Pero sé reconocer a los que vienen de donde yo vengo… el señor Gabriel nunca utilizaba el “usted” para referirse a alguien…a menudo se le paraba el coche, parecía no conocerlo bien…me dijo que solía tener chófer, pero era…

- ¿Extraño?

- Sí, era extraño. Como si…no sé…

- ¿Como si no estuviera familiarizado con su propia persona…?

- Sí, eso es. Como si se le quedase grande. Todo: el coche, el dinero…yo…

- ¿Usted?

- Sí. Los hombres con dinero no son tímidos en la cama, tengan el cuerpo que tengan. Son en general maleducados, malhablados, exigentes.

- Pero acaba de decir que el señor Gabriel era malhablado y maleducado.

- Sí, pero no conmigo. Era tímido…parecía no saber muy bien qué hacer. Con los camareros, los trabajadores del hotel…era tímido, casi sumiso. Y en la cama también…parecía perdido.

- ¿Incluso cuando le pidió hacerlo en el coche?

- Sí…incluso ahí. Fue atrevido, pero no me lo exigió. Fue…casi amable.

- [Se reclina en el siento. Deja papel y bolígrafo sobre la mesa]. Señorita Mendoza, sé que la pregunta que le voy a hacer a continuación es difícil de contestar, pero le pido que se tome su tiempo y me dé una respuesta sincera. ¿Cree que el señor Gabriel, al que usted acompañó desde Vitoria hasta Zaragoza, es quien dice ser?

- [Se retuerce las manos sobre el regazo. Respira profundamente]. Es…difícil de decir, pero…en fin, solo lo conozco de anteayer, ¿sabe? Pero no me pareció que el señor Gabriel fuera…. el señor Gabriel… ¿entiende…?

- Perfectamente, señorita Mendoza [cierra la carpeta]. Es todo.

 

 

 

COMISARÍA DE LA ERTZAINTZA. VITORIA-GASTEIZ.

Rogerio

 

- Grabando. Procedemos al interrogatorio del señor Rogerio Sánchez Alcázar…

- ¡Ronaldinho!

- Claro, lo había olvidado. Ronaldinho, está usted detenido por desorden público y tentativa de asalto, en la mañana de hoy martes…

- ¡Esos cabrones iban a llevarse a mi perro!

- Señor Sánchez, Rogerio. No me interrumpa, por favor.

- [Se hurga una oreja].

- Ha sido usted detenido esta mañana de martes, veintisiete de septiembre, sobre las siete y media de la mañana en la plaza del Machete, cuando la policía municipal ha detenido una trifulca en la que usted se ha visto envuelto. ¿Puede explicarme qué ha pasado?

- [Tose]. Había unos niñatos…zaparras…zarrapastr…

- Sí, vale, unos niñatos. Que le han querido quitar a su perro, ¿no?

- Eso es. Se querían llevar a Dusko, y yo por ahí no paso. No soy una persona [eructa] violenta, y menos tan por la mañana, ¿entiendes lo que te quiero decir? Yo estaba durmiendo tan tranquilo, pero han querido llevarse a Dusko…y ya está. Pues me he calentao’. Nah más…

 - Está bien, señor Ronaldinho. Después de tomarle declaración, y si las personas agredidas no presentan más cargos, quedará usted libre en espera de juicio. Déjeme que le pregunte otra cosa, ya que está usted aquí…

- Je.

- ¿…? ¿…ha dicho algo?

- ¿Todavía estáis a vueltas con el Kung Fu, eh?

- Pues de eso mismo quería hablarle. Quería preguntarle si…

- Que no es el que tenéis detenido aquíii, pesao’… que el Kung Fu os ha regateado como Maradona, cohone’…

- Mi duda tiene que ver con el tatuaje; verá, usted dijo que el Kung Fu era capaz de tatuar a alguien en poco tiempo…

- ¿Qué pasa, lo han detenido ya? ¿Lo habéis pillao’ en alguna playa…? [Ríe. Tose]. Poco ha durao’, el Kung Fu…

- Señor…Ronaldinho, si puede contestarme, acabamos ya…

- [Carraspea fuerte]. ¿El tatuaje? Amos’ a ver. ¿qué le pasa?

- Resulta que los dos sospechosos, cuyos atributos físicos coinciden con el señor Cerrojo, tienen exactamente el mismo tatuaje…

- ¿El mismo? ¡Ja! ¿Habéis mirao’ bien a ver si alguno está emborronao’, o con manchas de tinta?

- Disculpe, ¿manchas…?

- El Kung Fu tatúa muy rápido, compadre, pero los tatuajes son heridas que tardan en sanar [tose]. Uno de los dos sospechosos tiene que tener la tinta a flor de piel, recién hecha. Ahí tenéis la clave, madero.

- Bien, verá. Voy a confesarle algo, aunque no sea…ortodoxo [carraspea levemente]. Hemos analizado los tatuajes de ambos hombres, y resulta que los dos tienen esas marcas, recientes, de las que usted habla. Como si ambos se lo hubieran hecho…a la vez.

- [Ríe estruendosamente]. ¡Eso es porque el Kung Fu se repasó el suyo! Qué listo es el cabrón…

- Necesitamos que nos ayude…

- Chssst [se inclina sobre la mesa]. ¿Quieres saber lo que tenéis que hacer para ver cuál de los dos es el Kung Fu? ¿Quieres que te lo diga?

- Si es tan amable, señor Ronaldinho…

- Pero, si os ayudo… ¿me echaréis una mano con lo de los joputas’ que querían llevarse a mi perro?

- [Mira la grabadora sobre la mesa. Asiente].

- Quiero oírtelo decir.

- Revisaremos su caso y veremos lo que se puede hacer, señor Ronaldinho.

- [Carraspea]. Entonces, acércate, que te voy a decir exactamente lo que tenéis que hacer…

- [Se inclina sobre la mesa].

- El Kung Fu, el auténtico Kung Fu, está en… [escupe un gargajo a la cara del agente]

- [Se vuelve a echar hacia atrás en el asiento. Se limpia la cara con la mano]. Muy bien, señor Ronaldinho. Va a pasarse usted un tiempito en los calabozos, hasta que pase a disposición judicial. ¡Agentes! Llévenselo.

 

 

CALABOZOS DE LA COMISARÍA DE LA ERTZAINTZA. VITORIA-GASTEIZ.

El mendigo conocido como Ronaldinho es conducido por un agente vestido de uniforme a la planta baja, donde se encuentran los calabozos. Hay varias celdas, bien iluminadas, pero solo dos de ellas están ocupadas. Ronaldinho; alto, desgarbado, flaco, de larga barba descuidada y calvo, con aspecto de llevar la misma ropa desde hace meses (gabardina gris larga, sucia, y botas con las suelas despegadas) se tambalea mientras el robusto agente que lo acompaña lo sujeta con firmeza del antebrazo derecho. Al pasar al lado de una de las celdas, el mendigo se agacha bruscamente, como si hubiera tropezado.

- ¿Qué haces? Tira p’alante, anda -le recrimina el agente.

- Un segundo, que me ate los cordones; que, si no, me caigo…

Ronaldinho se ata los cordones con manos temblorosas, como si el síndrome de abstinencia por no beber le estuviera jugando una mala pasada. Cuando termina, hace el gesto de levantarse, rápido, y con un movimiento fugaz, que no se caracterizaría en un hombre en su estado, lanza algo a la celda que queda a su izquierda, ocupada por un detenido. El agente no se da cuenta de este movimiento, atento como está al equilibrio del indigente.

- A la celda del fondo, figura -ordena, seco.

Ronaldinho entra en la celda y oye cómo cierran la reja, a su espalda. Se arrastra cojeando al camastro, dolorido, como si hubiese corrido una maratón aquella mañana. Se duele del brazo derecho, donde el agente lo tenía agarrado con mano de hierro. Se sienta en la cama con un suspiro y se levanta la manga derecha para echar un vistazo al antebrazo. Sobre la piel morena, con manchas del sol y la intemperie, se adivina un viejo tatuaje, con la tinta corrida de hace años. Una figura que se asemeja a una daga atravesando una rosa.

Las luces se apagan. Ronaldinho sonríe en la oscuridad.

 

 

Tres celdas más allá, en aquella donde Ronaldinho se ha parado para atarse los cordones, unas manos sucias, de uñas descuidadas, abren un pequeño papel. El mensaje es corto y está escrito con faltas de ortografía; pero, incluso con esa luz tenue, es legible: “La Eva y Bazterra ya an deklarado. Kuestion de tiempo que benga el juez para akabar con esto. El plan ba perfecto.”

El hombre que lee el mensaje sonríe. Sonríe mientras se acerca el papel a la boca, se lo introduce y lo mastica. Y, aun tragándose el papel, es capaz de sonreír y tararear el estribillo de “El Rey”, de Vicente Fernández, que resuena con guitarras y a todo trapo en su cabeza:

“Pero sigo siendo el reeeey…”


CONTINUARÁ...



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